La Junta confirma que el símbolo estaba guardado en una caja fuerte de la Consejería de Cultura.
J. JOAQUÍN RODRÍGUEZ LARA |
Horas después de que el Diario HOY publicara la noticia de la desaparición de ‘la nómina’ de la Biblioteca de Barcarrota, un amuleto hecho en Roma en el siglo XVI que fue del portugués Fernão Bradão, la Junta ha localizado la pieza. Confirma que el símbolo estaba guardado en una caja fuerte de la propia Consejería de Cultura. Esta tarde estará a disposición de los medios de comunicación que quieran verlo y tomar imágenes.
Con independencia de cuando se perdiera, la Junta no detectó la desaparición de la nómina-amuleto de la Biblioteca de Barcarrota hasta mediados de 2008, cuando la pieza fue requerida para una exposición. Así lo aseguró ayer la Consejería de Cultura en un comunicado remitido a HOY. Añade que desde ese momento iniciaron "múltiples gestiones” para localizar el documento. Entre otras acciones, se está analizando toda la documentación disponible y se está buscando de manera exhaustiva en todas las dependencias donde pudiera encontrarse.
La propia Consejería de Cultura emitía un comunicado esta mañana diciendo que "en la actualidad se está cerrando ese proceso a través de un procedimiento de investigación interna". Proceso que ha tenido un rápido resultado.
Hasta hoy se desconocía dónde estaba la ‘nómina’, una de las piezas más significativas de la conocida como ‘Biblioteca de Barcarrota’. Llevaba perdida muchos años, pero la Administración regional extremeña no sabía de su paradero hasta esta mañana. Es una pieza que, por su singularidad y por su grafismo, ha sido utilizada como símbolo del conjunto de textos que se descubrieron emparedados en las tapias de una vivienda de Barcarrota. Uno de esos textos es una edición, impresa en Medina del Campo (Valladolid) en 1554 y completamente desconocida hasta entonces, de ‘La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades’. Una joya bibliográfica de precio incalculable.
Al descubrirse, en agosto de 1992 y de forma casual, este conjunto bibliográfico y documental de enorme valor, tanto cultural como histórico y material –en cuya salvación tuvieron un papel destacado el alcalde Barcarrota, Santiago Cuadrado, y el historiador Fernando Serrano Mangas– los ojos de los expertos se volvieron hacia Barcarrota y su ‘biblioteca secreta’, integrada por diez textos impresos, otro texto manuscrito y un amuleto, también conocido como ‘nómina’. El ‘Lazarillo de Barcarrota’ se convirtió en el centro de atención de los máximos especialistas en la literatura española del Siglo de Oro, pero en la Biblioteca de Barcarrota había también otras obras de enorme importancia para el conocimiento de lo que fue Extremadura durante los siglos XVI y XVII. Una de esas valiosas piezas es la desaparecida. La ‘nómina’ es un amuleto que se hizo en Roma, el día 23 de abril de 1551, y perteneció al portugués Fernão Brandão. Debería estar, con todas las demás en la Biblioteca de Extremadura, en Badajoz, pero al parecer nunca fue depositada en sus instalaciones.
El texto de la pieza, en latín, es el siguiente: «Dichoso tú que has creído en mí, sin haberme visto. Porque de mí está escrito que los que me han visto no creerán en mí y que aquellos que no me han visto creerán y tendrán vida. Mas acerca de lo que me escribes de llegarme hasta ti es necesario que yo cumpla aquí por entero mi misión y que, después de haberla consumado, suba de nuevo al que me envió. Cuando haya subido, te mandaré alguno de mis discípulos que sanará tu dolencia y os dará vida a ti y a los tuyos».
l nombre del discípulo sanador propuesto por el médico romano aparece en la orla exterior de la nómina barcarroteña: FERNAOM BRAMDAOM PORTVGES DEVRA SIGNOR DE SAOM M(ARC)OS INGENIORVM CACVMEN. Es decir, el portador de esta nómina es el aventajado alumno que se envía desde Roma.
A la ‘nómina’ se le perdió la pista el año 1999. Los libros, descubiertos por el albañil Antonio Pérez Ramos cuando realizaba una obra en el doblao (desván) de la casa de Antonia Saavedra, en Barcarrota, fueron comprados por la Junta de Extremadura, que pagó 15 millones de pesetas por la biblioteca, aunque solo ‘El Lazarillo’ podría valer entonces diez veces más. Ante la importancia del hallazgo, el propio Juan Carlos Rodríguez Ibarra, que entonces era presidente de la Junta, lo presentó a la opinión pública. Inmediatamente comenzó el estudio de los diferentes textos y su reproducción en ediciones facsímiles, para poner al alcance del público copias idénticas a los originales. La Junta guardó la Biblioteca de Barcarrota en el Museo Extremeño e Iberoamericano de Arte Contemporáneo (MEIAC), en Badajoz, pero la ‘nómina’ estuvo depositada, al parecer, en una caja fuerte de Caja de Extremadura en Mérida, de donde fue retirada por el entonces director de la Editora Regional, Fernando Tomás Pérez González, ya fallecido, según consta en un autógrafo depositado en la propia caja.
A la pieza desaparecida se le perdió la pista años antes de que empezara a funcionar la Biblioteca de Extremadura. Su director, Justo Vila, no ha querido hacer comentarios sobre lo que, a todas luces, parece ser una mala gestión en la custodia de un bien de titularidad pública que ha derivado en la desaparición de una pieza importante del patrimonio histórico y cultural extremeño. Justo Vila se limita a decir que el amuleto desaparecido jamás ha estado en la Biblioteca de Extremadura –a pesar de lo cual está en la web del centro que Vila dirige– y remite, para cualquier otra aclaración, al gabinete de prensa del Gobierno extremeño. Ni siquiera accede a explicar Vila qué tipo de medidas se han tomado y se continúa tomando para hallar la pieza desaparecida, desde que se supo que la había retirado de la caja fuerte la persona que fue director de la Editora Regional.
No existe todavía una definitiva prueba de ADN, pero los indicios son muy reveladores. El Lazarillo de Tormes, tras los descubrimientos en el año 2010 de la investigadora Mercedes Aguello y siguiendo pistas que ya lo apuntaban en siglos anteriores, desde el XVII, parece tener padre con nombre conocido y muy sonoro apellido. Un Mendoza, nada menos. Y otro más en esta lista, pues no hay desde luego, entre las linajudas familias, a la que quepa aplicar más el título genérico de esta serie. Armas y letras estuvieron en ella siempre entreveradas.
Puede que sea, además, el peso del apellido lo que hiciera que no fuera firmado, como sí hizo con sus otros trabajos, y publicado bajo la protección del anonimato, pues el estilo narrativo no entraba dentro de los cánones preceptivos de aquella época y menos de determinados estamentos nobiliarios.
Diego Hurtado de Mendoza y Pacheco nació en la Alhambra en 1504, hijo del Gran Tendilla, segundo conde con tal título y primer alcaide y capitán general de Granada tras su Reconquista. Entre sus hermanos hallamos, entre otros, a varios nombres propios de la historia de España, Luis, el mayor, heredero de los títulos y cargos y gran amigo del Emperador Carlos; Antonio, primer virrey de la Nueva España y segundo del Perú; y María Pacheco, la comunera, por la que Diego siempre tuvo mucho afecto y a la que visitó incluso en su exilio portugués.
Fue como todos ellos, educado, siguiendo las pautas familiares de la mejor y exquisita manera, gozando de los preceptores más capacitados como Pedro Mártir de Anglería, en un ambiente renacentista selecto y cultivado, pero al tiempo en contacto con otras culturas y cursando luego estudios en la Universidad de Salamanca, ya por entonces y luego por muchos años referente universal del saber. Era un verdadero políglota pues sabía latín, griego, hebreo y árabe, este aprendido en su infancia granadina, además de varias lenguas europeas.
Al ritmo de la espada
No le fueron ajenas tampoco las armas. Siendo muy joven y formando con tropas donde se encontraban familiares cercanos, participó en la batalla de Pavía (1525). El rey francés, Francisco I, sería conducido prisionero al gran palacio solariego de los Mendoza en Guadalajara. Acompañó a Carlos V a su coronación desembarcando con él en Génova y escoltándolo hasta Bolonia donde tuvo lugar. Participo también, junto a varios de sus hermanos, en la empresa de La Goleta y allí reinició el trato con otro pariente con sus mismas aficiones literarias, Garcilaso de la Vega. Sería él mismo quien, durante la invasión española de la Provenza, hubo de asistir a su muerte, permaneciendo a su lado desde que fue herido hasta que exhaló su último aliento (1536).
Destacó también en su faceta diplomática. Fue embajador ante la corte inglesa de Enrique VIII (1537) y según sus propias palabras no le gusto nada la Gran Bretaña. Fue mucho más placentera y fructífera su época italiana, comenzada ante el Dux veneciano, con el objetivo logrado de mantener a la Serenísima en la Liga Santa y que no pactara bajo cuerda con los turcos ni acabara abrazada a los franceses. Su periplo transalpino duró 13 años, pasando por Roma, representando a Carlos I en el Concilio de Trento, lo que prueba la confianza que el rey depositaba en su persona y siendo incluso gobernador en Siena, donde sofocó una sublevación, pero fue luego acusado de irregularidades financieras, y el proceso solicitado por el mismo para demostrar su inocencia (la lentitud de nuestra justicia tiene hondas raíces) se prolongó 30 años antes de decláralo absuelto. Fueron, con todo, aquellos años italianos los más felices de su vida. Mantuvo relación con los más afamados escritores y artistas, pudo atesorar una gran biblioteca, que se haría famosa, y una hermosa colección de obras y objetos artísticos.
El retorno
Regresado a España fue nombrado caballero de la Orden de Alcántara, entabló amistad con la fundadora de las carmelitas, cuyos escritos apreció mucho, y luego santa Teresa de Jesús y siguió con en misiones internacionales, en este caso en los Países Bajos. Puede que estuviera presente en la batalla de san Quintín. Fue más tarde, ya bajo el reinado de Felipe II, cuando las convulsiones producidas por los trastornos y la muerte ya enclaustrado del príncipe heredero, don Carlos (1568) , le amargarían el último tramo de su vida. Una violenta disputa en palacio con Diego de Leiva por esta causa provocó un gran enfado del monarca, que lo desterró de la corte, primero a Medina del Campo y luego ya a Granada, donde junto a su sobrino, el nuevo marqués de Mondejar, hijo de su hermano mayor, hubo de hacer frente y tomar parte muy activa en los combates contra la sublevación morisca. Ya en el año 1574 le fue levantado el destierro y resueltos sus pleitos y desavenencias, la cesión de su biblioteca en testamento al rey Felipe que acabó y por allí sigue en el Monasterio del Escorial, parece que tuvo que ver en ello, pudo de nuevo acceder a la corte. Murió al año siguiente a causa de una gangrena, a pesar de que se le amputara la pierna.
Con la familia, Mendoza, a pesar de algunas desavenencias puntuales con algunos de sus miembros, mantuvo siempre una relación muy fluida y a la postre siempre cercana y protectora, sobre todo con su hermano Bernardino, quien llegó a ser Capitán General de Galeras del Mediterráneo y con quien participó en varias empresas.
No contrajo nunca matrimonio ni se le conocen hijos. Sí hay algunas pruebas epistolares y poéticas de algunos romances. Según todo indica, y más alla de sus obligaciones, disfrutó de una vida alegre en aquella Italia que tanto le complacía. Según Francisco de Portugal, en su Arte de Galantería, en su etapa de embajador en Roma, «no llevaba otros libros en su portamanteos que la Celestina y el Amadís, y decía que hallaba en ellos más sustancia que en las Epístolas de San Pablo».
Entre sus aventuras se encuentran sus amoríos con una judía veneciana, desde luego muy alejados de los cánones establecidos. También aparece con un seudónimo pastoril, Marfira, protagonista de todo un cancionero petrarquista a ella dedicado, Marina de Aragón, joven dama de la emperatriz Isabel a la que dedicó tras su muerte un sentido poema póstumo. Y poco más se sabe de sus bulliciosas peripecias. También, desde luego, sabía ser discreto.
Uno de los aspectos más relevantes de su personalidad que se pone de continuo de relevancia en su abultado epistolario es su gran sentido del humor, una mirada siempre jocosa hasta en los peores momentos, y algunos los tuvo difíciles en sus disputas con los papas Julio II y Julio III, contra quien hizo todo lo que pudo porque no fuera elegido, dada su filiación francófona.
Esta característica también aparece de continuo en su abundante y prioritaria obra poética, donde la ironía y el tono burlesco afloran muchísimo. Considerado junto a su pariente, Garcilaso, y a Boscán, el introductor del Renacimiento literario en España, se inclinó más por la sátira maliciosa y picante (la Fábula del cangrejo), lo que una vez más apunta a esa autoría del Lazarillo de Tormes.
Su producción poética es muy extensa y fue en su tiempo muy apreciada, pero apenas si publicó en vida limitándose a aparecer con poemas suyos en libros de otros autores, como Boscán, que siempre tuvo por él especial predilección y que fue mutua pues el Mendoza le dedicó su Epístola a Boscán.
También lo fue después por alguno de los más grandes escritores. Lope de Vega el primero quien afirmaba «¿Qué cosa aventaja a una redondilla de don Diego Hurtado de Mendoza?». Cervantes también lo enaltece poniéndole su nombre a uno de sus personajes, Meliso, en su novela pastoril La Galatea, al que trata con mucho respeto.
Su obra póstuma, en este caso en prosa, es ahora de obligada lectura para todo el que quiera conocer de primera mano sobre aquella rebelión morisca en las Alpujarras y que redactó entre los años 1568 a1571, siendo publicada tras su fallecimiento.
Pero, sin duda, el gran motivo de debate y que lo colocaría entre los más importantes escritores de nuestra lengua es su autoría del Lazarillo de Tormes, considerada por tantos el ser la primera novela moderna de lengua española.
Hoy en día se le trata como una obra universal, icónica, referente y continuamente mentada. Grandes pintores, como Goya, la han llevado a sus obras y ha sido trasladada en varias ocasiones al cine.
El probable padre de ‘El Lazarillo de Tormes’ (I)
El escritor es considerado como uno de los más destacados de la lengua española y es conocido sobre todo por la famosa obra picaresca
Antonio Pérez Henares - 02/01/2023
No existe todavía una definitiva prueba de ADN, pero los indicios son muy reveladores. El Lazarillo de Tormes, tras los descubrimientos en el año 2010 de la investigadora Mercedes Aguello y siguiendo pistas que ya lo apuntaban en siglos anteriores, desde el XVII, parece tener padre con nombre conocido y muy sonoro apellido. Un Mendoza, nada menos. Y otro más en esta lista, pues no hay desde luego, entre las linajudas familias, a la que quepa aplicar más el título genérico de esta serie. Armas y letras estuvieron en ella siempre entreveradas.
Puede que sea, además, el peso del apellido lo que hiciera que no fuera firmado, como sí hizo con sus otros trabajos, y publicado bajo la protección del anonimato, pues el estilo narrativo no entraba dentro de los cánones preceptivos de aquella época y menos de determinados estamentos nobiliarios.
Diego Hurtado de Mendoza y Pacheco nació en la Alhambra en 1504, hijo del Gran Tendilla, segundo conde con tal título y primer alcaide y capitán general de Granada tras su Reconquista. Entre sus hermanos hallamos, entre otros, a varios nombres propios de la historia de España, Luis, el mayor, heredero de los títulos y cargos y gran amigo del Emperador Carlos; Antonio, primer virrey de la Nueva España y segundo del Perú; y María Pacheco, la comunera, por la que Diego siempre tuvo mucho afecto y a la que visitó incluso en su exilio portugués.
El probable padre de ‘El Lazarillo de Tormes’ (I)
Fue como todos ellos, educado, siguiendo las pautas familiares de la mejor y exquisita manera, gozando de los preceptores más capacitados como Pedro Mártir de Anglería, en un ambiente renacentista selecto y cultivado, pero al tiempo en contacto con otras culturas y cursando luego estudios en la Universidad de Salamanca, ya por entonces y luego por muchos años referente universal del saber. Era un verdadero políglota pues sabía latín, griego, hebreo y árabe, este aprendido en su infancia granadina, además de varias lenguas europeas.
Al ritmo de la espada
No le fueron ajenas tampoco las armas. Siendo muy joven y formando con tropas donde se encontraban familiares cercanos, participó en la batalla de Pavía (1525). El rey francés, Francisco I, sería conducido prisionero al gran palacio solariego de los Mendoza en Guadalajara. Acompañó a Carlos V a su coronación desembarcando con él en Génova y escoltándolo hasta Bolonia donde tuvo lugar. Participo también, junto a varios de sus hermanos, en la empresa de La Goleta y allí reinició el trato con otro pariente con sus mismas aficiones literarias, Garcilaso de la Vega. Sería él mismo quien, durante la invasión española de la Provenza, hubo de asistir a su muerte, permaneciendo a su lado desde que fue herido hasta que exhaló su último aliento (1536).
Destacó también en su faceta diplomática. Fue embajador ante la corte inglesa de Enrique VIII (1537) y según sus propias palabras no le gusto nada la Gran Bretaña. Fue mucho más placentera y fructífera su época italiana, comenzada ante el Dux veneciano, con el objetivo logrado de mantener a la Serenísima en la Liga Santa y que no pactara bajo cuerda con los turcos ni acabara abrazada a los franceses. Su periplo transalpino duró 13 años, pasando por Roma, representando a Carlos I en el Concilio de Trento, lo que prueba la confianza que el rey depositaba en su persona y siendo incluso gobernador en Siena, donde sofocó una sublevación, pero fue luego acusado de irregularidades financieras, y el proceso solicitado por el mismo para demostrar su inocencia (la lentitud de nuestra justicia tiene hondas raíces) se prolongó 30 años antes de decláralo absuelto. Fueron, con todo, aquellos años italianos los más felices de su vida. Mantuvo relación con los más afamados escritores y artistas, pudo atesorar una gran biblioteca, que se haría famosa, y una hermosa colección de obras y objetos artísticos.
El retorno
Regresado a España fue nombrado caballero de la Orden de Alcántara, entabló amistad con la fundadora de las carmelitas, cuyos escritos apreció mucho, y luego santa Teresa de Jesús y siguió con en misiones internacionales, en este caso en los Países Bajos. Puede que estuviera presente en la batalla de san Quintín. Fue más tarde, ya bajo el reinado de Felipe II, cuando las convulsiones producidas por los trastornos y la muerte ya enclaustrado del príncipe heredero, don Carlos (1568) , le amargarían el último tramo de su vida. Una violenta disputa en palacio con Diego de Leiva por esta causa provocó un gran enfado del monarca, que lo desterró de la corte, primero a Medina del Campo y luego ya a Granada, donde junto a su sobrino, el nuevo marqués de Mondejar, hijo de su hermano mayor, hubo de hacer frente y tomar parte muy activa en los combates contra la sublevación morisca. Ya en el año 1574 le fue levantado el destierro y resueltos sus pleitos y desavenencias, la cesión de su biblioteca en testamento al rey Felipe que acabó y por allí sigue en el Monasterio del Escorial, parece que tuvo que ver en ello, pudo de nuevo acceder a la corte. Murió al año siguiente a causa de una gangrena, a pesar de que se le amputara la pierna.
Con la familia, Mendoza, a pesar de algunas desavenencias puntuales con algunos de sus miembros, mantuvo siempre una relación muy fluida y a la postre siempre cercana y protectora, sobre todo con su hermano Bernardino, quien llegó a ser Capitán General de Galeras del Mediterráneo y con quien participó en varias empresas.
No contrajo nunca matrimonio ni se le conocen hijos. Sí hay algunas pruebas epistolares y poéticas de algunos romances. Según todo indica, y más alla de sus obligaciones, disfrutó de una vida alegre en aquella Italia que tanto le complacía. Según Francisco de Portugal, en su Arte de Galantería, en su etapa de embajador en Roma, «no llevaba otros libros en su portamanteos que la Celestina y el Amadís, y decía que hallaba en ellos más sustancia que en las Epístolas de San Pablo».
Entre sus aventuras se encuentran sus amoríos con una judía veneciana, desde luego muy alejados de los cánones establecidos. También aparece con un seudónimo pastoril, Marfira, protagonista de todo un cancionero petrarquista a ella dedicado, Marina de Aragón, joven dama de la emperatriz Isabel a la que dedicó tras su muerte un sentido poema póstumo. Y poco más se sabe de sus bulliciosas peripecias. También, desde luego, sabía ser discreto.
Uno de los aspectos más relevantes de su personalidad que se pone de continuo de relevancia en su abultado epistolario es su gran sentido del humor, una mirada siempre jocosa hasta en los peores momentos, y algunos los tuvo difíciles en sus disputas con los papas Julio II y Julio III, contra quien hizo todo lo que pudo porque no fuera elegido, dada su filiación francófona.
Esta característica también aparece de continuo en su abundante y prioritaria obra poética, donde la ironía y el tono burlesco afloran muchísimo. Considerado junto a su pariente, Garcilaso, y a Boscán, el introductor del Renacimiento literario en España, se inclinó más por la sátira maliciosa y picante (la Fábula del cangrejo), lo que una vez más apunta a esa autoría del Lazarillo de Tormes.
Su producción poética es muy extensa y fue en su tiempo muy apreciada, pero apenas si publicó en vida limitándose a aparecer con poemas suyos en libros de otros autores, como Boscán, que siempre tuvo por él especial predilección y que fue mutua pues el Mendoza le dedicó su Epístola a Boscán.
También lo fue después por alguno de los más grandes escritores. Lope de Vega el primero quien afirmaba «¿Qué cosa aventaja a una redondilla de don Diego Hurtado de Mendoza?». Cervantes también lo enaltece poniéndole su nombre a uno de sus personajes, Meliso, en su novela pastoril La Galatea, al que trata con mucho respeto.
Su obra póstuma, en este caso en prosa, es ahora de obligada lectura para todo el que quiera conocer de primera mano sobre aquella rebelión morisca en las Alpujarras y que redactó entre los años 1568 a1571, siendo publicada tras su fallecimiento.
Pero, sin duda, el gran motivo de debate y que lo colocaría entre los más importantes escritores de nuestra lengua es su autoría del Lazarillo de Tormes, considerada por tantos el ser la primera novela moderna de lengua española.
Hoy en día se le trata como una obra universal, icónica, referente y continuamente mentada. Grandes pintores, como Goya, la han llevado a sus obras y ha sido trasladada en varias ocasiones al cine.