Al día siguiente de la muerte de Enrique IV, Isabel -una Infanta española rubia y de ojos verdosos- se proclamó por sorpresa Reina de Castilla en la iglesia de San Miguel, en Segovia. Tal vez la joven lloró lágrimas en la intimidad por el fallecimiento de su medio hermano, como se encargó de proclamar la propaganda de los Reyes Católicos, pero lo cierto es que no tuvo tiempo de sentir mucha lástima. La rápida maniobra de la Reina sorprendió a todo el mundo, incluido a su marido, Fernando de Aragón, que desde Zaragoza se llevó las manos a la cabeza frente a la que se les venía encima.
«Muchos hombres a lo largo de la vida de Isabel la apoyaron pensando que podrían ejercer el poder en su nombre. Fue el caso del obispo Carrillo o de Fernando y sus consejeros aragoneses. Todos ellos se equivocaron. Era una mujer testaruda, que no se dejó manejar por otros», explica Giles Tremlett, que presenta estos días su libro «Isabel la Católica: la primera gran reina de Europa» (Debate, 2017).
Una obra en la que el periodista británico, autor de otros dos libros sobre la memoria de España, trata de reivindicar la figura de la castellana como una de las grandes reinas de la historia de Europa. «Mi idea era escribir una defensa de Isabel fuera de España, siendo una figura manchada por la leyenda negra», asegura el británico, que la compara por su fortaleza con Margaret Thatcher: «Son dos mujeres que se impusieron a los hombres, pero que no hicieron nada por mejorar las condiciones de las mujeres de su tiempo».
La Segovia Real
En un recorrido por el casco histórico de Segovia junto a la prensa, Giles Tremlett ilustró ayer los pasajes de su trabajo biográfico a través de rincones como el palacio del Rey Enrique IV o el imponente Real Alcázar. Precisamente, en este último Isabel pasó parte de su infancia debido a que su medio hermano, Enrique, quería alejar a los nobles de ella y de su hermano pequeño, Alfonso «El Inocente». El Rey era débil y la aristocracia castellana revoltosa, a lo que ordenó que sus hermanos abandonaran a su madre en Arévalo. «Su madre se quedó sola y terminó enloqueciendo. Isabel se endureció, probablemente, con la experiencia de su madre, y aprendió que no podía depender de nadie. Debía abrirse camino ella sola en un mundo de hombres», afirma Tremlett, en las calles que tantas veces recorrió la joven Infanta.
Isabel defendió siempre su derecho a elegir con quién casarse, que al final fue el heredero de la Corona de Aragón. Tampoco hacia él ejerció dependencia, dando lugar a una Monarquía dual inédita en la historia. «Me ha costado encontrar otro caso igual, incluso en el terreno empresarial, de una pareja de gobernantes que compartiera tanta confianza y tanto respeto», apunta sobre la relación entre Fernando e Isabel. Curiosamente -recuerda el britanico- los catalanes se apoyaron varias veces en la castellana para que intercediera ante su marido: «Fue una buena aliada para Barcelona». Tanto monta, monta tanto. La construcción de España estaba ya en marcha.
Preocupación por los indígenas
Ni de la expulsión de los judíos, ni de la instauración de la Inquisición... En los días que precedieron a su muerte, el 26 de noviembre de 1504, Isabel la Católica no se arrepintió de ninguna de las decisiones de su vida. «Si había cometido errores, creía que eran pocos y puntuales», asegura Giles Tremlett. A sus 53 años, una de las únicas preocupaciones que plasma en su testamento estuvo puesta en los «inocentes» del Nuevo Mundo y de las Islas Canarias. La Monarca comprendía que la esclavitud estaba justificada para los «infieles» y los enemigos vencidos, no para los habitantes de la tierra descubierta por Cristóbal Colón. En su lecho escribió: «No consientan ni den lugar que los indios reciban agravio alguno en sus personas y sus bienes, mas manden que sean bien y justamente tratados».
Las Casas criticó la crueldad de Colón con los indios y afirmó en sus crónicas que contradecía el espíritu «de benevolencia, dulzura y paz cristiana» reclamado por los Reyes Católicos. Los Monarcas exigían que se tratara bien a los indios, que se enviaran mensajes a los caciques para reunirse con ellos y que se les llevaran regalos a esos encuentro.
César Cervera
Los Reyes Católicos, como el propio Cristóbal Colón, creyeron en 1492 haber llegado a una isla de Asia y no a un nuevo continente. No obstante, incluso en la incertidumbre tuvieron claro que aquella oportunidad histórica debía guiarse por la evangelización y no por meros intereses económicos. Desde el principio, Isabel La Católica ordenó al navegante «tratar a dichos indios muy bien y con cariño», pero no siempre se hizo caso a lo que se predicaba desde España.
Colón describió durante su primer viaje a los indios que encontró en una isla del Caribe, probablemente en las Bahamas, como «un pueblo gentil y pacífico y de gran sencillez» a los que regaló gorritos rojos y abalorios de cristal que colgaron en sus cuellos a cambio de oro. No tardó mucho en buscar formas de obtener más oro y de esclavizar a los lugareños. En su cuaderno de bitácoras, apuntó el mismo 12 de octubre de 1492 vio que los nativos aprendían muy rápido y «debían ser buenos sirvientes». Al día siguiente, presionó para que buscaran tesoros, pero estuvieron por la labor. En la tercera jornada anotó directamente que «con cincuenta hombres podría someter a todos ellos y obligarles a hacer todo lo que deseara».
Al intentar hacer un trueque, los indígenas los contestaron con arcos y flechas, de modo que se produjo el primer enfrentamiento violento entre europeos y americanos en el Nuevo Mundo
Antes de explorar otras islas, los españoles escogieron a algunos indios para que trabajaran a la fuerza a su servicio, como explica Kirstin Downey en su libro «Isabel, La Reina Guerrera» (Espasa). En su avance, Colón no dejó de buscar nuevas formas de rentabilizar su descubrimiento y, en una isla bautizada como La Española estableció una fortaleza usando materiales de la Santa María, encallada en aquella costa. En el asentamiento, llamado La Navidad, quedaron varios europeos a la espera de que Cristóbal fuera y viniera de España.
A principios de 1493 los españoles visitaron una última isla antes del regreso a casa, donde, para sorpresa de todos, se toparon con la otra cara de los nativos. Al intentar hacer un trueque, los indígenas los contestaron con arcos y flechas, de modo que se produjo el primer enfrentamiento violento entre europeos y americanos en el Nuevo Mundo . Se trataba de los feroces caníbales, de cuyos peligros habían advertido los indios pacíficos de las anteriores islas.
La amistad de Isabel con Colón
De vuelta a España, previa parada en Lisboa, Isabel pidió verse con Colón cuanto antes al advertir la importancia de aquel hallazgo. En las ciudades castellanas se celebró de forma masiva aquella empresa y Colón fue recibido como un héroe allí por donde atravesó hasta verse con los reyes. El hijo de Colón describió con magnitud la bienvenida multitudinaria de Barcelona, donde estaban los monarcas:
«Toda la corte y toda la ciudad salió a saludarle; y los soberanos católicos le recibieron en público, sentados con toda majestuosidad y grandeza en ricos tronos bajo un baldaquín de tela y oro. Cuando se acercó a besarles la mano, se levantaron de sus tronos como si se tratara de un gran señor y no permitieron que les besara las manos, sino que le hicieran sentarse a su lado»
Colón fue agasajado por los Reyes, quienes escucharon asombrados los detalles del viaje y conocieron a varios indios de aquellas tierras. Más allá de las posibilidades económicas , se habló en la reunión de los millones de vidas que corrían el riesgo de condenarse si no eran evangelizadas, pues se habían encontrado muestras entre ellos de «idolatría y sacrificios diabólicos para venerar a Satán».
Seis meses después, Isabel dispuso una segunda travesía, esta vez formada por 17 barcos y cientos de personas embarcadas, muchas de alta posición. La Reina redactó dieciséis órdenes para esta expedición, cuyo primer punto se refería a la obligación de instruir en la religión cristiana a los indios, a los que «por todos los medios debían esforzarse y empeñarse en convencerlos» para convertirlos a «nuestra sagrada fe católica», además de enseñarlos español para que entendieran a los sacerdotes que envió con Colón. Isabel «La Católica» ordenó, asimismo, «tratar a dichos indios muy bien y con cariño, y abstenerse de hacerles ningún daño, disponiendo que ambos pueblos debían conversar e intimar y servir los unos a los otros en todo lo que puedan». En caso de que Colón conociera algún maltrato, debía « castigarles con severidad », en virtud de su autoridad como almirante, virrey y gobernador.
A Colón se le concedieron una infinidades de mercedes y amplia autoridad al otro lado del charco, pero los Reyes Católicos situaron a su alrededor a personajes de su confianza, entre ellos a Don Juan de Fonseca, encargado en la Corte de que se cumplieran las directrices de Isabel y de las flotas enviadas. Fonseca no era marino ni descubridor, pero, a diferencia de Colón, él sí era un excelente gestor. Sus constantes discrepancias anticiparon que el navegante no estaba en consonancia con los planes a largo plazo de Isabel.
El segundo viaje de la discordia
Al este de la actual Puerto Rico, la segunda expedición castellana entró en contacto con la tribu caníbal de los Caribes, en cuyo campamento «vieron piernas humanas sazonadas colgando de vigas, como acostumbramos nosotros a hacer con los cerdos, y la cabeza de un joven recién asesinado, aún con sangre húmeda, y partes de su cuerpo mezcladas con carne de ganso y loro», escribió Pedro Mártir. Junto a ellos, hallaron prisioneros de otra tribu que iban a ser ejecutados pronto y que Colón se llevó consigo. Otras tribus igual de belicosas llenaron de flechazos, untados de veneno, la travesía de Colón hasta el asentamiento La Navidad .
Los mosquitos y las enfermedades autóctonas convencieron ya a muchos conquistadores de que Colón había exagerado su relato y los conducía hacia la miseria. Sin embargo, peor resultó el viaje para los nativos, contagiados por enfermedades que en Europa no eran mortales, como una simple gripe, que sembraron de cadáveres el camino de esta segunda expedición.
El cronistas Bartolomé de Las Casas describió como Alonso de Hojeda apresó más tarde a varios indios y ordenó que a uno de ellos le cortaran las orejas ante la sospecha de que había robado ropa
En La Navidad descubrieron que los 39 españoles habían muerto. Una docena de sus cadáveres habían sido colocados, muchos sin ojos, para que se pudrieran al sol por los nativos, que habían asesinado a los colonos cuando estos empezaron a robarles comida y mujeres. Colón no castigó al líder local que había permitido aquella matanza por miedo a represalias, pero permitió otros abusos contra los indígenas, en contra de las órdenes de la Reina .
El cronistas Bartolomé de Las Casas describió como Alonso de Hojeda apresó más tarde a varios indios y ordenó que a uno de ellos le cortaran las orejas ante la sospecha de que había robado ropa, una pena habitual para este delito en el Viejo Continente. Lejos de frenar a sus hombres, Colón ordenó que ejecutaran a otros tres indios, en lo que fue el inicio de una oleada de actos vengativos.
Las Casas criticó la crueldad de Colón con los indios y recordó en sus crónicas que contradecía el espíritu «de benevolencia, dulzura y paz cristiana» reclamado por los Reyes Católicos. Los Monarcas exigían que se tratara bien a los indios, que se enviaran mensajes a los caciques para reunirse con ellos y que se les llevaran regalos a esos encuentros. No fueron el único tipo de críticas que recibió el explorador, que pronto demostró ser un mal administrador y un líder autoritario. El aragonés Mosén Margarit, amigo personal del Rey Fernando , decidió marcharse, sin pedir permiso a nadie, a España con tres barcos para informar en la corte de lo ocurrido.
El colmo de los desafíos a la Corona fue la captura de 1.600 nativos, que, sin capacidad de embarcarlos a todos, obligó a Colón a liberar a 400 de ellos. Las indígenas «para poder escapar mejor de nosotros, como tenían miedo de que volviéramos a apresarlas de nuevo, dejaron a sus hijos en el suelo y huyeron como desesperados» a las montañas, relató Miguel de Cuneo.
En España, la Reina Isabel se puso furiosa por la captura del millar de esclavos y ordenó al marino que devolviera como fuera a aquellos hombres y mujeres al Nuevo Mundo , lo que para muchos de ellos fue demasiado tarde, debido al frío ibérico y la exposición a enfermedades desconocidas.
Entre los indios que pudieron volver a casa, se contó un joven que trabó amistad con Bartolomé de Las Casas, cuyos familiares habían viajado en este segundo viaje a América. Aquel encuentro prendió la chispa a la lucha que de Las Casas acometió a lo largo de su vida en defensa de los derechos de los indígenas. De sus textos, poco precisos en sus cifras, se valieron los enemigos del Imperio español para tejer la llamada Leyenda Negra.
La caída en desgracia del descubridor
Las relaciones entre Colón y la Reina empeoraron a raíz de esta ofensa, así como la percepción de las dotes de Cristóbal Colón como administrador. Los hijos del italiano fueron insultados en las calles de Granada por las familias de los que habían perdido la vida en América: «¡Ahí van los hijos del almirante de los mosquitos, el que ha descubierto las tierras de la vanidad y la ilusión, la tumba y la ruina de los caballeros castellanos!». Aún así, Isabel accedió finalmente a una tercera expedición tras dos años de súplicas.
El 30 de mayo de 1498, Colón partió al frente de una flota de seis barcos y la instrucción clara como el agua de que tratara a los indios con calma y dignidad y los condujera con «paz y tranquilidad» a la fe católica. Una vez en América, la situación que encontró en Santo Domingo era de alboroto, sedición y con centenares de personas enfermas de sífilis.
A pesar de todo, Colón pasó de largo y se fue a buscar oro en nuevas tierras, lo que en España levantó más indignación e insultos contra el navegante. Son «personas injustas, enemigos crueles y causantes de derramamiento de sangre española», personas que «disfrutaban» matando a quienes se oponían a ellos, en palabras de Pedro Mártir. Paranóico y cada vez más religioso, Colón empezó a ver enemigos en todas partes y se veía a sí mismo como una víctima de los designios de los poderosos de Castilla. Le habían exprimido y luego tirado como si fuera una naranja.
En la primavera de 1499, Isabel, al fin, tomó cartas en el asunto y envió a Francisco de Bobadilla a que investigara sobre el terreno lo que estaba ocurriendo. Tenía licencia real para arrestar a los rebeldes y asumir el poder en los fuertes de Colón . En La Española, se topó con siete españoles ahorcados y otros cinco a la espera de ser ejecutados al día siguiente por oponerse al navegante y sus incondicionales. Bobadilla descubrió pronto que Colón había ordenado que le cortaran la lengua a una mujer por el simple hecho de hablar mal de él y sus hermanos, así como cortar el cuello a un hombre por conducta homosexual.
El enviado de los Reyes Católicos asumió el control de la ciudad y se instaló en la casa del italiano ante aquella anarquía. A su regreso a La Española, Colón fue esposado y enviado a Europa con los grilletes. Permaneció seis semanas en prisión hasta que se le concedió audiencia con su querida Isabel. Todavía tuvieron que pasar más semanas, de hecho varios años, hasta que se permitió a Colón un cuarto viaje a América, bajo muchas condiciones, de las que incumplió varias.
Paradójicamente, aquel fue el más rentable de todos y en la que encontró una pista de oro en cantidades importantes. El navegante oyó en Panamá de grandes cantidades de este metal enterradas y también de otro océano, el Pacífico, a unos ochenta kilómetros de allí. Claro que fue otro ilustre explorador, Vasco Núñez de Balboa, al que se le reservó la hazaña de ser el primer europeo en contemplar años después el Pacífico, llamado durante un siglo el Lago español por el control con que este país lo dominó.
«No consientan ni den lugar que los indios reciban agravio alguno en sus personas y sus bienes, mas manden que sean bien y justamente tratados»
Con la caída en desgracia de Colón, la empresa americana entró en una nueva fase más ambiciosa. La Reina castellana tenía claro que quería llevar al Nuevo Mundo la educación castellana , la atención sanitaria, los sistemas políticos y los valores espirituales cristianos a millones de personas, aparte de que, por mucho aprecio que tuviera a Colón, no quería permitir que toda la conquista y evangelización se produjera a través de un solo hombre. Isabel abrió el abanico a otras expediciones a cargo de Alonso de Hojeda, Juan de la Cosa, Vicente Yáñez Pinzón, Diego de Lepe, Pedro Alonso Niño...
La directriz de tratar bien a los indios y cooperar con ellos pervivió a la muerte de la Reina, aunque no faltaron conquistadores que hicieron oídos sordos y cometieron numerosos abusos, castigados por la Corona siempre que fue posible. La presencia de los representantes reales en un territorio tan extenso fue siempre escasa y condicionada por el poder de los grandes terratenientes.
En los días que precedieron a su muerte, el 26 de noviembre de 1504, una de las pocas preocupaciones que Isabel la Católica plasmó en su testamento estuvo puesta en los «inocentes» del Nuevo Mundo y de las Islas Canarias. La Monarca comprendía que la esclavitud estaba justificada para los «infieles» y los enemigos vencidos, no para los habitantes de la tierra descubierta por Cristóbal Colón. En su lecho escribió: «No consientan ni den lugar que los indios reciban agravio alguno en sus personas y sus bienes, mas manden que sean bien y justamente tratados».