La reciente muerte de don Felipe
Ruiz Martín, (Palacios de Campos,Valladolid, 1915)
nos ha privado definitivamente de uno de los grandes maestros
españoles de la Historia de entre el ramillete escogido
de quienes alcanzaron autoridad y prestigio internacionales
a lo largo del siglo XX, figuras como Vicens Vives, Maravall,
Carande, Domínguez Ortiz... Gentes que, a su vez,
conocieron y aprendieron de otros grandes maestros, alimentando
una cadena de ciencia y conocimiento que, con su desaparición,
dejan rota y deslabonada, con valores tan ciertos como dispersos,
pero en todo caso, ocultos por la impostura universitaria
actual y la presencia mediática de las grandes nulidades.
Como
suele ocurrir entre los pocos hombres que transforman su
talento en sabiduría, la muerte de don Felipe nos
priva para siempre a quienes fuimos sus amigos de su calidad
humana entrañable, de su integridad cívica
ejemplar e insobornable como maestro de historiadores y
como universitario. Porque don Felipe, en esa su doble vertiente
de historiador excepcional y maestro fue una de las contadas
figuras que en la segunda mitad del siglo XX han distinguido
para bien a la Universidad española en el resto de
Europa y los Estados Unidos, y una de las todavía
más escasas personalidades que salieron de las aulas
de la Universidad de Valladolid desde los años de
la Segunda República, una personalidad que aunaba
la inteligencia penetrante y la claridad, la exigencia rigurosa,
sin concesiones, y la dignidad de un comportamiento que
hacía del respeto y la verdad un modelo moral.
Como
a don Antonio Machado, debemos a don Felipe cuanto escribió.
Lo hizo sobre todo en las mejores revistas internacionales,
de donde habrá que acarrear afanosamente sus artículos
insustituibles y publicarlos como se merecen, porque en
vida se resistió con una terquedad característica,
cuyo perfeccionismo le paralizaba cada vez que tenía
que entregar algo al editor para la imprenta, de modo que
más que pedirle, había que arrancarle los
originales o, sencillamente, engañarle y publicar
lo que uno hubiera conseguido, como hizo con buen criterio
Josep Fontana cuando editó 'Pequeño capitalismo
gran capitalismo. Simón
Ruiz y sus negocios en Florencia' (Barcelona, Crítica,
1990), que don Felipe había publicado primeramente
como estudio introductorio del volumen 'Lettres marchandes
échangées entre Florence et Medina del Campo'
(París, École Practique des Hautes Études,
1965). En este gran libro, don Felipe nos explicó
por primera vez en la historia económica de Castilla
cómo el pequeño capitalismo castellano de
la segunda mitad del siglo XVI, que sujetaba los pies de
barro de un imperio enorme, tuvo que enfrentarse al gran
capitalismo genovés, para lo que tuvo que sacar a
la luz un entramado complejísimo de resortes económicos
y financieros que en su interrelación mostraban el
comercio castellano, el crédito y dinero de las ferias
de Medina y las plazas de Europa y los caminos y destinos
de la plata que llegaba de América y atravesaba España
como alma que lleva el diablo. Flujos de mercancías
y costes enormes que traerán la ruina a Castilla,
en la que, también por primera vez, supimos gracias
a don Felipe que además de místicos guerreros,
conversos y labradores cristianos viejos de colmillo retorcido,
aquí hubo industria, iniciativa, comercio y una burguesía
que traicionó a su país y a su propio destino.
Tuvo
don Felipe un maestro excepcional: Fernand Braudel, con
quien trabajó en París, en el Centre National
de la Recherche Scientifique Francaise en la década
de los cincuenta y con quien compartió una gran amistad
durante muchos años. El gran historiador francés
se dio cuenta enseguida del enorme talento del alumno y
en un par de décadas lo colocó en su sitio.
En una entrevista aparecida en 'Cuadernos para el diálogo'
el 16 de abril de 1977, firmada por Javier López
Linage, hay un momento en que el periodista, con esa prepotencia
contundente que da la ignorancia y los esquemas mentales
del papanata, se dirige a Braudel no preguntándole,
sino diciéndole afirmativamente que «los estudios
más importantes que se han hecho sobre el siglo dieciséis
español han sido, curiosamente, realizados, exceptuando
a R. Carande, por extranjeros...», a lo que Braudel
contesta con una finta para afirmar a su vez que, «sin
embargo, los mejores conocedores son los españoles».
Entonces, el tal Linage no se priva y dice: «No, no,
no...», y Braudel le replica: «Sí, sí,
sí... Yo puedo decir que hombres del tamaño
de J. A. Maravall, de Felipe Ruiz Martín, que es
uno de los mejores conocedores del siglo dieciséis,
es 'the first'...; ¿sabe usted?...». El tal
Linage estaba obsesionado con que Braudel le dijera que
Felipe II era igualito que Franco, pero, por supuesto, no
sabía nada de don Felipe.
Don
Felipe, 'el primero'; reflexivo, sosegado, barruntón;
autor de una obra extraordinaria a la que consagró
el tiempo necesario, sobrado, lento, con un talante antiguo;
como su propio hálito vital, como su retranca, variante
de una ironía finísima, aguda y mortal como
una saeta envenenada. Castellano de la mejor especie, sobrio,
universal, austero; sensible y profundo para la amistad;
con el amor y la desesperanza resignada para la tierra,
a la que siguió toda su vida arrancándole
el trigo y la cebada de Campos: «Oiga Simón,
cómo está la cosecha por ahí por Pinares,
porque según lo que haya llovido por su pueblo ya
me hago yo idea de cómo está por Campos».
No ambicionó nada que no le correspondiera. Sabía
que sólo era un hombre, pero estaba seguro de que
no era un hombre pequeñito como tantos de sus colegas.
Su muerte no ha merecido una página entera glosando
su obra en los periódicos de la España autonómica.
¿Qué país!