CON
muchas excepciones edificantes y hasta heroicas en su
resistencia, hace tiempo que la cultura en España
ha dejado de ser una actitud vital y un cultivo de la
inteligencia y de la perfección y belleza que los
hombres pueden construir con su talento y sus manos, para
convertirse en una expresión decorativa, donde,
como telón de fondo, se fotografían los
políticos en medio del revuelo de los farsantes
paniaguados en que se han transformado los intelectuales.
La cultura se hace a golpe de centenarios, de efemérides
ambientadas con más o menos pompa, donde son habituales
la vacuidad y el despilfarro del dinero público.
Después de superar los fastos inefables y, afortunadamente,
ya lejanos del 92 y los centenarios de Carlos V y Felipe
II, por sólo citar los más sonados, nos
llega ahora el de Isabel la Católica. El próximo
año tendremos el de la aparición de la primera
parte del Quijote de Cervantes y, el siguiente, el de
la muerte de Colón. Aquí, aunque somos muy
celebrantes y santeros, nos inclinamos más bien
al festejo mortuorio, porque, como nos enseña nuestra
historia, lo habitual entre nosotros es ir a degüello
con los vivos y a la beatificación inmediata con
los muertos, aunque fueran en vida furibundos enemigos.
La de Isabel la Católica se les está resistiendo
un poco, pero con un par de papados como el actual, no
lo duden, lo conseguirán.
Antes
de que arrecien los saraos de los cada vez más
livianos universitarios y sus deposiciones congresuales
nos alumbren con sus métodos científicos
sobre las estructuras económicas y las subidas
del trigo en la segunda mitad del siglo XV, vamos a aprovechar
para decir algo de una de las mujeres más importantes
de nuestra historia: Isabel I de Castilla, la Católica.
La
hija de Juan II de Castilla e Isabel de Portugal nació
en el palacio que su padre tenía en Madrigal de
las Altas Torres (Ávila) el 22 de abril de 1451.
Murió en el palacio que los reyes habitaron en
la plaza de Medina del Campo en 1504. En el arco de esta
trayectoria se fue fraguando hasta su cenit y muy dolorosa
decadencia física una personalidad de voluntad
férrea, notable inteligencia política y
una firmeza, vigor y resistencia inquebrantables. Lo que
retrata más genuinamente a la reina Isabel es el
dominio de sí misma, el arte de la simulación
que compartía, como casi todo, con su marido, Fernando
de Aragón, cuya astucia y talento políticos
inspiraron El príncipe de Maquiavelo. Les igualaba
sobre todo la ambición. Nunca sabremos en este
campo quién superó a quién. Pero
sí sabemos que tanto a la una como al otro les
movía la pasión por el poder, su concepción
y uso del poder. Antes que 'Católica', título
equivalente al de 'Cristianísimo' de los reyes
franceses, la reina Isabel fue política. Nadie
pone en duda su sincero catolicismo, pero sus acciones
y su comportamiento están determinados por una
voluntad y una exigencia políticas, que ni ella
ni su marido subordinan a la religión, sino muy
al contrario, incluida la Inquisición que ponen
en marcha en 1478 y que se arrogan de inmediato como una
cuestión de Estado que escapa en absoluto al papado
y a la jerarquía de la Iglesia, desvinculándola
por completo de la ya por entonces vieja Inquisición
medieval, ésta sí dependiente de Roma.
En
la soledad austera de los años de infancia y adolescencia
vividos con su enajenada madre en Arévalo, fue
perfilando Isabel una personalidad sobria y contenida
que encontró en el disimulo el recurso extraordinario
de supervivencia en una Castilla convulsa y turbulenta,
donde las querellas dinásticas y las guerras civiles
habían estimulado la depredación y el bandidaje
insaciable de los nobles desde el asesinato en Montiel
de Pedro I (1369). El espectáculo de vejación
descarnada, el debilitamiento y descrédito ominoso
a que la nobleza sometió a Enrique IV, su hermano
de padre, degradando a la monarquía a un estado
de ignominia, llevaron a Isabel al profundo convencimiento
de una apuesta: restaurar por todos los medios la autoridad
de la monarquía, restablecer su prestigio y, a
la vez, el orden social destruido por un siglo de rapiña
y preeminencia política de los nobles. Era una
aspiración que estaba en el aire, ansiosamente
deseada por una población mayoritaria que necesitaba
un discurso y unos hechos que movieran a la esperanza.
Y la reina Isabel supo concretarla y hacer de ella una
tarea común de todo un pueblo, a la que unió
la necesidad de acabar con la Reconquista, conseguida
con la toma de Granada (1492). Ese fue su mayor éxito,
adornado por el descubrimiento de unas Indias lejanas
y empañado, sin duda, por el uso de la unidad de
la fe católica y su exaltación como elemento
de cohesión del Estado, propiciando el establecimiento
de la Inquisición y la expulsión de los
judíos.
En
las sombras de Isabel está su convencimiento, más
que probable, de la legitimidad de Juana la Beltraneja,
su sobrina, a la que hizo la guerra civil que le dio el
trono, pero, sobre todo, la Inquisición y el éxodo
de los judíos, su sufrimiento terrible y su despojo,
porque a la Inquisición, creada para perseguir
conversos que judaizaran (marranos), no le importaban
tanto los hechos como las conciencias y su práctica
de terror total para su control introdujo en la Historia
un monstruo moderno, con grandes aportaciones del reformador
Calvino en el siglo XVI, que acabaría denominándose
en el siglo XX totalitarismo. Aquella Inquisición
fue su gran precedente.