Nota de prensa - 22-04-04

22-04-04 - Luces y sombras de la Católica

Lo que retrata genuinamente a la reina Isabel de Castilla es el dominio de sí misma, el arte de la simulación. Sabemos que como a su marido, Fernando de Aragón, le movía la pasión por el poder, su concepción y uso. Antes que 'Católica', la reina fue política.

CON muchas excepciones edificantes y hasta heroicas en su resistencia, hace tiempo que la cultura en España ha dejado de ser una actitud vital y un cultivo de la inteligencia y de la perfección y belleza que los hombres pueden construir con su talento y sus manos, para convertirse en una expresión decorativa, donde, como telón de fondo, se fotografían los políticos en medio del revuelo de los farsantes paniaguados en que se han transformado los intelectuales. La cultura se hace a golpe de centenarios, de efemérides ambientadas con más o menos pompa, donde son habituales la vacuidad y el despilfarro del dinero público. Después de superar los fastos inefables y, afortunadamente, ya lejanos del 92 y los centenarios de Carlos V y Felipe II, por sólo citar los más sonados, nos llega ahora el de Isabel la Católica. El próximo año tendremos el de la aparición de la primera parte del Quijote de Cervantes y, el siguiente, el de la muerte de Colón. Aquí, aunque somos muy celebrantes y santeros, nos inclinamos más bien al festejo mortuorio, porque, como nos enseña nuestra historia, lo habitual entre nosotros es ir a degüello con los vivos y a la beatificación inmediata con los muertos, aunque fueran en vida furibundos enemigos. La de Isabel la Católica se les está resistiendo un poco, pero con un par de papados como el actual, no lo duden, lo conseguirán.

Antes de que arrecien los saraos de los cada vez más livianos universitarios y sus deposiciones congresuales nos alumbren con sus métodos científicos sobre las estructuras económicas y las subidas del trigo en la segunda mitad del siglo XV, vamos a aprovechar para decir algo de una de las mujeres más importantes de nuestra historia: Isabel I de Castilla, la Católica.

La hija de Juan II de Castilla e Isabel de Portugal nació en el palacio que su padre tenía en Madrigal de las Altas Torres (Ávila) el 22 de abril de 1451. Murió en el palacio que los reyes habitaron en la plaza de Medina del Campo en 1504. En el arco de esta trayectoria se fue fraguando hasta su cenit y muy dolorosa decadencia física una personalidad de voluntad férrea, notable inteligencia política y una firmeza, vigor y resistencia inquebrantables. Lo que retrata más genuinamente a la reina Isabel es el dominio de sí misma, el arte de la simulación que compartía, como casi todo, con su marido, Fernando de Aragón, cuya astucia y talento políticos inspiraron El príncipe de Maquiavelo. Les igualaba sobre todo la ambición. Nunca sabremos en este campo quién superó a quién. Pero sí sabemos que tanto a la una como al otro les movía la pasión por el poder, su concepción y uso del poder. Antes que 'Católica', título equivalente al de 'Cristianísimo' de los reyes franceses, la reina Isabel fue política. Nadie pone en duda su sincero catolicismo, pero sus acciones y su comportamiento están determinados por una voluntad y una exigencia políticas, que ni ella ni su marido subordinan a la religión, sino muy al contrario, incluida la Inquisición que ponen en marcha en 1478 y que se arrogan de inmediato como una cuestión de Estado que escapa en absoluto al papado y a la jerarquía de la Iglesia, desvinculándola por completo de la ya por entonces vieja Inquisición medieval, ésta sí dependiente de Roma.

En la soledad austera de los años de infancia y adolescencia vividos con su enajenada madre en Arévalo, fue perfilando Isabel una personalidad sobria y contenida que encontró en el disimulo el recurso extraordinario de supervivencia en una Castilla convulsa y turbulenta, donde las querellas dinásticas y las guerras civiles habían estimulado la depredación y el bandidaje insaciable de los nobles desde el asesinato en Montiel de Pedro I (1369). El espectáculo de vejación descarnada, el debilitamiento y descrédito ominoso a que la nobleza sometió a Enrique IV, su hermano de padre, degradando a la monarquía a un estado de ignominia, llevaron a Isabel al profundo convencimiento de una apuesta: restaurar por todos los medios la autoridad de la monarquía, restablecer su prestigio y, a la vez, el orden social destruido por un siglo de rapiña y preeminencia política de los nobles. Era una aspiración que estaba en el aire, ansiosamente deseada por una población mayoritaria que necesitaba un discurso y unos hechos que movieran a la esperanza. Y la reina Isabel supo concretarla y hacer de ella una tarea común de todo un pueblo, a la que unió la necesidad de acabar con la Reconquista, conseguida con la toma de Granada (1492). Ese fue su mayor éxito, adornado por el descubrimiento de unas Indias lejanas y empañado, sin duda, por el uso de la unidad de la fe católica y su exaltación como elemento de cohesión del Estado, propiciando el establecimiento de la Inquisición y la expulsión de los judíos.

En las sombras de Isabel está su convencimiento, más que probable, de la legitimidad de Juana la Beltraneja, su sobrina, a la que hizo la guerra civil que le dio el trono, pero, sobre todo, la Inquisición y el éxodo de los judíos, su sufrimiento terrible y su despojo, porque a la Inquisición, creada para perseguir conversos que judaizaran (marranos), no le importaban tanto los hechos como las conciencias y su práctica de terror total para su control introdujo en la Historia un monstruo moderno, con grandes aportaciones del reformador Calvino en el siglo XVI, que acabaría denominándose en el siglo XX totalitarismo. Aquella Inquisición fue su gran precedente.

 

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