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Enrique IV de Trastámara
Enrique IV de Trastámara

Salam, Shalom, Salud (San Antonio el Real) S E G O V I A


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ENRIQUE IV

El bisexual Enrique IV de Trastámara, erróneamente conocido como “El Impotente”, cuya hija Juana fue motejada la Beltraneja por atribuirse la paternidad a Beltrán de la Cueva, tan pronto se corría sus francachelas con las hermosas rameras segovianas como disfrutaba copulando a su manera con los muchachos moros de la escolta. “Degenerado esquizoide con impotencia relativa…, displásico eunuco con reacción acromegálica”, dice el médico e historiador Gregorio Marañón, quien estudió el real cadáver aparecido en un enterramiento semioculto tras el retablo del monasterio guadalupano.

Pregonan su bisexualismo las Coplas de Mingo Revulgo . Alonso de Palencia en Crónica de Enrique IV insinúa que el monarca mantenía desde jovencito “relaciones inconfesables” con Juan Pacheco, ayo puesto a su servicio por Álvaro de Luna (ejecutado en la vallisoletana Plaza del Ochavo, su cadáver fue descuartizado), a quien se atribuye que se extendiera por las tierras de España la homosexualidad como plaga social y vicio colectivo. Hermanastra sucesora de Enrique, Isabel la Católica, quiso atajarlo en 1497: pena de muerte en la hoguera y confiscación de bienes a los sorprendidos en el llamado pecado nefando. Desde siglos antes, el Fuero Juzgo castigaba a los homosexuales con castración en público y, tres día más tarde, suspensión por las piernas hasta que morían.

Cuánto padecimiento e incomprensión ante pequeñas particularidades caprichosas de la madre naturaleza. Por fin, en julio de 2006, el presidente Rodríguez Zapatero, cumpliendo una promesa electoral, firmó una ley en virtud de la cual los y las homosexuales podían unirse con todas las de la ley, nunca mejor dicho. Nuestra querida España daba así un paso de gigante en pos de la modernidad más progresista, tolerante y avanzada.

Pues bien, de Enrique IV viene la construcción del monasterio segoviano de San Antonio el Real. Era uno de los ambidiextros celebérrimos que en el mundo han sido, al estilo de, por poner otros ejemplos, César entre los romanos o Shakespeare entre los ingleses. En Segovia todo empezó con un pabellón de caza, del que aún queda en pie la chimenea, si bien integrada en lo que hoy es monasterio.

Hubo un tiempo de una cierta armonía oficial entre las tres religiones monoteístas durante el gobierno del condestable Álvaro de Luna, seguida luego, incluso superada en el reinado de Enrique con libertad de comercio y préstamos no usurarios bajo el administrador de hacienda, el adinerado Diego Arias Dávila, judío converso poderosísimo en el influyente clan israelita segoviano.

Airoso e indemne salió del proceso al que intentó a todo trance someterlo Torquemada, y del que se libró quedando en tablas por intervención de la Santa Sede. Eran los tiempos del auto del Niño de la Guardia, fallado en Ávila con relajación a la hoguera de varios judíos.

Arias Dávila llegó a ser cabeza de un linaje aristocrático: el de los condes de Puñonrostro. Oriundo de Ávila , como bien indica el apellido, comenzó dedicándose al comercio de la especiería, como otros muchos de su etnia, y le fue muy bien prosperando desde Segovia, donde su madre era turronera y daba golosinas al príncipe Enrique. Se hizo recaudador y alcabalero del príncipe, que heredaría la corona de Juan II. Con su jamelgo recorría los pueblos ejerciendo su impopular oficio y esquilmando a los vecinos. Varias veces hubo de escapar a uña de caballería. De ahí que fuera conocido como “Diego Volador”, según declaraciones del proceso, en que aparece Hoyuelos, pueblo abulense posteriormente redenominado Hoyos de Miguel Muñoz.

En las ferias de Medina del Campo tenía poderes como ningún otro e hizo descomunales negocios. Fue medrando cada vez más a la sombra y protección de Enrique IV, del que llegó a ser secretario y contador mayor. Rico ya y favorecido, objeto de adulación de quienes antes lo denostaran, terminó como cabeza de linaje en que hubo grandes guerreros, eclesiásticos importantes, etc.

En 1464, año crítico para el reinado enriqueño, la liga de la nobleza acusaba al monarca de estar rodeado de infieles mudéjares y servirse de judíos. Era un tiempo de grandeza y exuberancia desorbitadas en muchas facetas de la vida placentera y artística en la corte. Cruce enriquecido de las mejores esencias mahometanas e israelitas y cristianas, bien sazonadas de música y gastronomía y vestimentas a la moda amudejarada. Mezcolanza resultante de tres culturas cultivadas en un trío cultual diferenciado pero armónicamente integrado, económicamente bien gestionado y con finanzas equilibradas. Reflejo del lujazo y poderío cortesano de Castilla en los años del reinado enriqueño, llama poderosamente nuestra atención simplemente visitar lo que conserva en la actualidad el monasterio fundado por el adinerado monarca.

Basta mirar a los techos de convento y quedarnos atónitos por la cantidad y calidad de artesonados, comenzando desde la iglesia, con cuya artesa es sólo comparable la de Santa Clara en Tordesillas, y siguiendo por el resto de estancias y salas del cenobio de religiosas, que además siempre se ha mantenido en toda su pureza sin interrupción, pues nunca fue desamortizado. La fuerte impresión del visitante es mareantemente stendhaliana. Tanto derroche de belleza “no se pué aguantá” ¡Cuán grande y hermoso, bellísimo en su geometría exactamente trazada llegó a ser el arte mudéjar! ¡Cuán rica y poderosa aquella corona de Castilla, tierra entonces la más poblada y productiva de las peninsulares, dominadora sobre las tres culturas: cristiana, judía y mora! ¡Qué sublime sencillez! ¡Qué sencilla sublimidad!

Si alguien quiere disfrutar de un goce estético irrepetible, que venga a Segovia y busque el monasterio. Puedo asegurar que no sufrirá decepción por la visita. “San Antonio el Real” se llama. Está junto al arranque mismo de los primeros arcos de la arquitectura antonomásicamente segoviana: el acueducto romano. En un sitio por dentro de la ciudad, pero tranquilo y sin ruido, sereno y si apreturas, próximo a la antigua cárcel provincial y al coso taurino –el del anillo con mayor diámetro de España- y no lejos de la base mixta de carros de combate, en un amplio solar del alto llano, camino de Valsaín, Riofrío y demás lugares luego conocidos como Real Sitio de San Ildefonso (denominación que debe recuperarse abrillantando más si cabe la restauración de jardines recién concluida y que nos sitúa a la cabeza de Europa), adonde tanto gustaba ir al rey con sus ballesteros y halconeros para practicar su cinegético deporte favorito.

El monasterio está gobernado por una abadesa, natural de la pinariega Nava de la Asunción, hermoso pueblo segoviano asentado entre el Eresma y el Voltoya y que alberga las cenizas del más grande poeta del siglo XX, Jaime Gil de Biedma y Alba, homosexual insigne, noctámbulo incorregible, cónsul de Sodoma desenfrenado, amén de irrefrenable frecuentador de tugurios infernales por los cinco continentes, de Barcelona a Chicago, de Manila a Melbourne y Hamburgo.

El monasterio era hasta hace no muchos años pura ruina en gran parte. Si la llama de la espiritualidad se mantenía despabilada gracias a la madre abadesa y al capellán, don Valeriano Pastor, el santo sacerdote de Turégano, antiguo profesor de Latín y Literatura en el seminario conciliar, de quien tanto aprendimos un buen grupo de inquietos muchachos, la fábrica imponente de su construcción se había ido casi desintegrando con el paso y el peso de los siglos, y más en las últimas décadas de abandono y dejadez. Pero, gracias a Dios y a un hombre, la intervención taumatúrgica lo salvó de la ruina.

Esa intervención milagrosa y costosa y frondosa y hermosa, tan ponderada desde sus sacrificados y constantes y persistentes e ilusionados comienzos, por ejemplo, por M. Á. Chaves Martín, destaca en Segovia dentro de un espléndido ramillete de buenos ejemplos paradigmáticos sobre cómo han de hacerse las intervenciones en pro del turismo de calidad y con recio fuste y altura de miras.

La restauración del monasterio de San Antonio el Real, felizmente llevada a su término hace ya más de un año, significa la coronación del éxito segoviano en la oferta de buenos ejemplos en el ámbito interventor sobre patrimonio. Desde la recuperación de viviendas por iniciativa particular, a la recuperación de la vieja fábrica de harinas de Carretero para casas de protección oficial, la restauración del viejo acueducto y, por fin, la espléndidamente magnífica de San Antonio el Real, convertido en “el más acogedor hotel de toda Castilla y León”. Así lo dije el pasado enero con motivo de presentar un libro en Madrid ante un auditorio internacional de historiadores, y así lo repito ahora y aquí, como lo reiteraré asimismo en la Feria de Abril de Sevilla.

Pero también debo volver a decir, como ese mismo día en la capital del reino, que el artífice, el protagonista, el empresario valiente e intrépido, además de segoviano enamorado de su tierra y su gente, es el economista y filósofo Isaac Marín Herranz, navero por los cuatro costados, hijo de una familia muy representativa en el citado pueblo de Nava de la Asunción. A él se debe que sobre la bimilenaria frente de Segovia de nuevo luzca por fin esa diadema creada por un rey Trastámara en el siglo XV y ahora inteligentemente recuperada y restaurada en la centuria XXI.

He resaltado algunas de las sorprendentes bellezas que atesora el renovado monasterio. Voy a cerrar el artículo con una última observación, no por ello en plano inferior, más bien todo lo contrario -“last but not least”- y de un interés no simplemente destacado o sobresaliente, sino único, exclusivo y, en lo que yo conozco, que es bastante, modestia al margen, insuperado e inigualado en todo el ámbito del mudejarismo.

Veíamos al comienzo que la belleza nos desbordaba si mirábamos a las techumbres artesonadas de San Antonio el Real. Pues bien si pasamos a la parte del hotel destinada a salones de restaurantes y/o reuniones de empresa, etc., si seguimos alzando la mirada, continuamos disfrutando con la contemplación de techos taraceados y adornados con mocárabes y demás elementos decorativos. Pero -última sorpresa para, sin cansar a lectores ni lectoras, crear demanda insatisfecha- en la insuperable y modélica restauración al adentrarnos a las partes incorporadas como amplios y acogedores salones-restaurantes, según nos dirigimos a uno de ellos, si en vez de elevar, bajamos la mirada al pavimento de cantos rodados, festoneados de ladrillo árabe, nos topamos con la mayor estrella davídica que existe en toda la arquitectura mudéjar del territorio hispánico.

Con las tres etnias están entremezclados nuestros genes españoles. De las tres religiones del libro procede nuestra singular y sincrética cultura. De los tres ríos. Del inagotable hontanar judaico salió Teresa la abulense, o los intrépidos judíos que por vez primera arribaron en 1665 a la que terminaría llamándose Nueva York, aquellos sefarditas hoy recordados en una inscripción frente al Central Park. No quedaría nada mal en alguno de los establecimientos de la Quinta Avenida de Manhattan una foto publicitaria con la estrella de David tomada en San Antonio el Real.

Centrando un lateral del suelo del nuevo hotel segoviano está inscrito el símbolo en perfecta circunferencia. Aparecen fundidos los dos triángulos trazados con cantos rodados y huesos de grandes tabas formando la estrella de David con un diámetro de casi dos metros. Es decir lo cristiano, lo morisco, lo judío. Pero todo ello a lo grande y con elegancia, bien medido y ejecutado con la perfección de tres culturas que se interpenetran y giran de forma armónica e inconfundible sobre un eje único, si bien trinitariamente denominable: Sefarad, al-Ándalus, España.

Recuperación y puesta en valor gracias al tesón de un empresario economista filósofo: Isaac Martín Herranz. Nombre bíblico. Si el apellido paterno recuerda al dios batallador, capaz de enamorar a Venus, el materno refleja el hierro reciamente forjado en las fraguas de Vulcano.

Que los dioses sigan sonriendo en paz a nuestra Segovia altanera, artillera, comunera, ganadera, hechicera, monedera, montañera, pañera, piñonera, resinera, torera, turronera… habitada en la noche de los tiempos por guerreros celtas, luego por los romanos, después ya los cristianos, moros y judíos: ¡ Sefarad, al-Ándalus, España! ¡Salud, Salam, Shalom!

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27-09-2020 - Las paisanas de la copla

EL LEÓN Y LA COLUMNA.

Enrique IV de Castilla. / WIKIPEDIA
Enrique IV de Castilla. / WIKIPEDIA

Enrique IV de Castilla, el Impotente, estuvo relacionado con Extremadura por las guerras civiles de su tiempo, uno de cuyos escenarios principales fue la frontera con Portugal en el área de Badajoz; serle prohibida la entrada en esta plaza en 1471 por su alcaide, Gómez Suárez de Figueroa; y ser enterrado en el Monasterio de Guadalupe, donde su cuerpo fue hallado casualmente en 1930 tras un retablo. Y porque tres de sus más estrechos colaboradores eran de Badajoz.

Se trata de los hermanos Fernán de Badajoz, nacido en esta ciudad en 1420; Alonso Garcí Méndez de Badajoz, y Garcí Méndez de Badajoz, miembros de esa poderosa familia, tan relevante en ella desde la Edad Media como titular de importantes cargos y grandes posesiones.

Tras servir como soldados y en funciones palatinas a Juan II y afamarse como buenos administradores y expertos juristas, los tres se integraron en el entorno de confianza de su hijo y sucesor, Enrique IV, que los encumbró hasta nombrarlos secretarios y consejeros íntimos. El más cercano al monarca fue Fernán, que ejerció sobre él notable influencia, alcanzando gran poder político que al tiempo le granjeó numerosas enemistades. Ciertos historiadores sugieren que alguno de ellos, si no los tres, junto con Beltrán de la Cueva y el marqués de Villena, fueron asimismo amantes del rey.

Además de asistir al monarca desde 1458 como secretarios, y en el campo jurídico y diplomático, la función principal de los tres fue ejercer como archiveros encargados de recopilar, ordenar y custodiar los textos legales y documentos de la Corte en los castillos de Medina del Campo, Segovia y Simancas, realizando una gran labor, luego continuada por los Reyes Católicos, gracias a la cual se conservó un importante legado documental y bibliográfico de inestimable valor histórico.

Acusados Fernán y Alonso, junto con varios familiares y allegados, de colusión y utilizar tan valioso material en beneficio propio, fueron destituidos de sus cargos, apartados de la corte y condenados al destierro y confiscación de sus bienes, si bien luego, demostrada la falsedad de las imputaciones, fueron rehabilitados; pero aunque recobraron la proximidad y confianza del rey, el importante proyecto archivístico quedó truncado. Alonso de Palencia, cronista real, y otras fuentes documentales, detallan el proceso y ofrecen completos datos sobre los personajes y el turbulento ambiente cortesano y político de aquellos momentos.

Entre las aventuras amatorias habituales en el desordenado marco de tan desenfrenada corte, se contaban las del salaz y promiscuo Don Beltrán de la Cueva, además de con la propia reina, con las mujeres, hijas y allegadas de otros personajes del entorno real, entre ellos los Badajoces. De modo que cuando las Coplas del Provincial citan, junto a otras cortesanas, a 'las tres Badajoces', en femenino, no aluden a esta ciudad, sino a las damas del circulo de tales personajes involucradas en los amoríos del disoluto Conde Cascorvillo. QED

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12-12-2021 - Enrique IV

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Enrique IV de Trastámara
Enrique IV de Trastámara

Enrique IV de Castilla, nació en Valladolid el 5 de enero de 1425, falleciendo en Madrid el 11 de diciembre de 1474. Fue Rey de Castilla desde 1454 hasta su muerte en 1474. Algunos historiadores le llamaron despectivamente «el Impotente». Era hijo de Juan II y de María de Aragón, y hermano paterno de Isabel, que se proclamó reina a su muerte, y de Alfonso, que le disputó el trono en vida.

Enrique nació en la desaparecida Casa de las Aldabas de la calle Teresa Gil de Valladolid. Al nacer, Castilla se encontraba bajo el control de Álvaro de Luna, que intentó controlar las compañías y educación de Enrique. Entre los compañeros de su juventud se contaba Juan Pacheco, que sería su hombre de confianza. Las luchas, reconciliaciones e intrigas por el poder entre los diversos nobles, el condestable Álvaro de Luna y los Infantes de Aragón serían una constante.

En abril de 1425, tres meses después de su nacimiento, Enrique sería jurado como Príncipe de Asturias. Asimismo el 10 de octubre de 1444 se convierte en el primer, y único, príncipe de Jaén.b En 1445 riñó la Batalla de Olmedo (1445), en la que saldría derrotado el bando de los Infantes de Aragón.

Tras la victoria de Olmedo el poder de Álvaro de Luna se debilitaría, ganando influjo el bando del príncipe Enrique y Juan Pacheco. Para contrarrestar la política de Juan II de Navarra, apoyaron a su hijo Carlos de Viana, heredero de Navarra, que se había sublevado contra su padre en 1450 al negarse éste a cederle el trono de Navarra. La privanza de Álvaro de Luna acabaría con su arresto y ejecución en 1453.

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El 22 de julio de 1454 fallecía Juan II; al día siguiente Enrique era proclamado rey de Castilla.

Una de sus primeras preocupaciones fue la alianza con Portugal, que se materializó en 1455 casándose en segundas nupcias con Juana de Portugal y con el encuentro de Elvas con Alfonso V de Portugal, en abril de 1456. Otra de sus preocupaciones era suprimir las posibilidades de intervención del rey Juan II de Navarra, estableciendo paces con Francia y con Aragón, y concediendo el perdón a varios nobles. Enrique convocó las cortes en Cuéllar para lanzar una ofensiva contra el Reino de Granada.6 Las campañas entre 1455 y 1458 se desenvolvieron como una guerra de desgaste, a base de incursiones de castigo, y evitando enfrentamientos campales, pero no fue popular entre la nobleza y el pueblo. Juan Pacheco, marqués de Villena, y su hermano Pedro Girón, maestre de Calatrava, se encargaron de las decisiones del gobierno, pero el rey incorporó nuevos consejeros como Miguel Lucas de Iranzo, Beltrán de la Cueva o Gómez de Cáceres, para compensar ese influjo.

En 1458, falleció el rey Alfonso V de Aragón, sucediéndole su hermano, el rey Juan II de Navarra, quien reanudó sus injerencias en la política de Castilla apoyando a la oposición nobiliaria a favor de las ambiciones de Juan Pacheco. Éste, con el apoyo del rey, emprendió acciones para apoderarse del patrimonio de Álvaro de Luna, pero su viuda se alió con el clan de los Mendoza y con ello, nació el descontento entre la nobleza. El proceso dio lugar a la formación, en Alcalá de Henares, de una Liga nobiliaria en marzo de 1460, en la que plantearon una mayor presencia nobiliaria, control de los gastos, y la aceptación del medio hermano del rey, Alfonso de Castilla, como príncipe de Asturias.

Enrique IV reaccionó invadiendo Navarra en apoyo de Carlos de Viana, entonces en guerra contra su padre el rey de Navarra y de Aragón. La campaña fue un éxito militar, pero el rey castellano pactó con la Liga nobiliaria en agosto de 1461 para conjurar el poder de los Mendoza, lo que podía permitir a Juan II de Aragón intervenir en Castilla. Sin embargo, Juan II de Aragón se encontraba en conflicto en el Principado de Cataluña, y a la muerte de su hijo Carlos de Viana, la Generalidad eligió como soberano al rey castellano el 11 de agosto de 1462. La intervención de Enrique IV quedaba enmarcada en la rivalidad contra Juan II de Aragón, y debido a ello Cataluña debía quedar como un punto inestable dentro de la Corona de Aragón. Pero Enrique IV, a falta de éxitos y perjudicada la economía castellana por la enemistad de Francia, que apoyaba a Juan II de Aragón por el Tratado de Bayona (1462), se avino a un arreglo en la sentencia de Bayona, que supuso el abandono de los catalanes.

En 1440, a la edad de 15 años, en una ceremonia oficiada por el cardenal Juan de Cervantes, se celebró el matrimonio del príncipe Enrique con la infanta Blanca de Navarra, hija de Blanca I de Navarra y de Juan II de Navarra. Este matrimonio había sido acordado en 1436 como parte de las negociaciones de paz entre Castilla y Navarra. La dote de la novia incluía territorios y villas previamente navarros pero ganados por el bando castellano durante la guerra, de tal forma que los castellanos entregaban lo que luego recibirían en calidad de dote.

En mayo de 1453, el obispo de Segovia Luis Vázquez de Acuña declaró nulo el matrimonio de Enrique y Blanca, atribuyéndose a una impotencia sexual de Enrique debida a un maleficio. Se reflejaban así los cambios políticos habidos: el apoyo desde 1451 a Carlos de Viana en su pugna contra Juan II de Aragón por el trono navarro; y la ejecución de Álvaro de Luna en mayo de 1453, que dejó a Enrique con un mayor dominio sobre Castilla.Enrique alegó que había sido incapaz de consumar sexualmente el matrimonio, a pesar de haberlo intentado durante más de tres años, el periodo mínimo exigido por la Iglesia. Algunas mujeres, prostitutas de Segovia, testificaron haber tenido relaciones sexuales con Enrique, por lo que la falta de consumación del matrimonio se atribuía a un hechizo. Se alegó «impotencia perpetua» de Enrique, aunque relativa a sus relaciones con doña Blanca. Blanca y Enrique eran primos, al igual que también era primo de doña Juana de Portugal, con la que deseaba casarse. Seguramente por ello, el razonamiento usado para pedir la nulidad fue que algún tipo de encantamiento le impedía consumar el matrimonio, no teniendo tal problema con otras mujeres. El papa Nicolás V corroboró la sentencia de anulación en diciembre de ese mismo año, en la bula Romanus Pontifex y proporcionó la dispensa pontificia para el nuevo matrimonio de Enrique con la hermana del rey portugués.

El cronista Alonso de Palencia, uno de los detractores de Enrique, escribió que el matrimonio había sido una farsa y acusaba a Enrique de despreciar a su esposa y de intentar que cometiese adulterio para poder así tener descendencia. Según el cronista, Enrique llegaría en los últimos años de su matrimonio a mostrar el “más extremado aborrecimiento” a su esposa y a mostrarse indiferente ante las “estrecheces” que ésta pasaba. Sin embargo, Blanca llegó a renunciar en 1462 a sus derechos al trono de Navarra a favor de Enrique, al que invocaría como protector, en contra de su propio padre, Juan de Aragón.

El alejamiento de Aragón lleva a un acercamiento a Portugal. Y en marzo de 1453, antes de firmarse la nulidad con Blanca, ya hay constancia de que se negociaba el nuevo matrimonio de Enrique con Juana de Portugal, hermana del rey Alfonso V de Portugal. Las primeras capitulaciones matrimoniales se firmaron en diciembre de ese año, aunque las negociaciones fueron largas y no se firmaron las capitulaciones definitivas hasta febrero de 1455. Según los cronistas de la época, Juana no aportó dote al matrimonio y no devolvería lo recibido en tanto el matrimonio no se hiciese efectivo. Lo largo de las negociaciones y estas concesiones podrían interpretarse como una debilidad de Enrique por los rumores sobre su impotencia. La boda se celebró en mayo de 1455, pero sin acta notarial ni una bula concreta que autorizara la boda entre los contrayentes, que eran primos segundos. El 28 de febrero de 1462, la reina tuvo una hija, Juana, cuya paternidad se vio cuestionada durante el conflicto por la sucesión por la corona.

Ante el nacimiento de su hija, el rey Enrique convocó Cortes en Madrid, que la juraron como princesa de Asturias. Pero el conflicto con la nobleza se reanudó cuando Juan Pacheco, marqués de Villena, y su hermano Pedro Girón, maestre de Calatrava, fueron desplazados del poder por Beltrán de la Cueva. Esto produjo una alteración de las alianzas: los Mendoza pasarían a apoyar al rey, y Pacheco instigó la reactivación de la Liga nobiliaria para eliminar la influencia de Beltrán de la Cueva, apartar a Juana de la sucesión y custodiar a los hermanos del rey para emplearlos como instrumentos políticos, para ello se emprendió una campaña de deslegitimación del monarca, poniendo en duda la paternidad de su hija, de la que decían que era hija de su nuevo favorito, de ahí que se refirieran a ella como la Beltraneja. En mayo de 1464 se constituyó la Liga en Alcalá de Henares pidiendo el control de los hermanos del rey, a los que se referían como legítimos sucesores del reino.

A la Liga se le fueron incorporando grandes linajes nobiliarios, e incluso el rey Juan II de Aragón. En septiembre la oposición nobiliaria redactó un manifiesto en Burgos, en el que vertían acusaciones e injurias contra el monarca, como que favorecía a judíos y musulmanes, perjudicaba a los nobles en beneficio de gente de baja extracción social, a lo que se añadían impuestos excesivos, y sobre todo se responsabilizaba a Beltrán de la Cueva de los males del reino; se exigía que Alfonso (de 11 años), el hermano del rey, fuera reconocido como heredero, y fuese educado por Juan Pacheco, y la salida de la Corte de Beltrán de la Cueva, con lo que de este modo Juana quedaba como ilegítima. El rey cedió a las exigencias de la Liga y se avino a negociar. El 25 de octubre, en las vistas de Cigales fue alcanzado un acuerdo, y Enrique claudicó ante las exigencias de la nobleza: Alfonso fue entregado a Juan Pacheco y fue jurado como heredero el 30 de noviembre, con la condición de que se casase con Juana. Juan Pacheco recuperó su poder, Beltrán de la Cueva fue alejado de la corte y Alfonso recuperó el maestrazgo de Santiago. La Liga no terminó sus reivindicaciones, y acordaron designar una comisión arbitral designada entre los nobles y el rey para decidir la futura gobernación del reino.

El 16 de enero de 1465 se dictó la Sentencia arbitral de Medina del Campo, con el rey debilitado por la ausencia de Miguel Lucas de Iranzo y de Beltrán de la Cueva. Sus capítulos incluyen una serie exhaustiva de medidas de gobierno, como la organización de las cortes, la justicia a aplicar a los nobles, el control de las ferias, los nombramientos de cargos eclesiásticos, medidas contra musulmanes y judíos. Enrique no acepta las medidas y el 27 de abril del mismo año sus adversarios proclaman rey a Alfonso. El 5 de junio siguiente se ratificó la proclamación con una ceremonia llamada Farsa de Ávila. Alfonso tenía entonces la edad de 11 años. Se levantan así dos ejércitos pero las acciones militares se intercalan con las negociaciones: Enrique hace concesiones a sus partidarios e intenta ganarse a sus adversarios. Como parte de estas negociaciones se ofrece el matrimonio de la infanta Isabel con Pedro Girón, aunque éste moriría antes de que pudiese celebrarse la boda. Los nobles se enfrentaban además entre ellos y las ciudades y villas revivieron a las Hermandades con el fin de intentar imponer un cierto orden. Dentro del desorden general, hubo abusos por parte de las hermandades, y ataques a conversos. En 1467, tenía lugar la segunda batalla de Olmedo entre partidarios y adversarios del rey, de la que salió favorecido. Sin embargo, perdió Segovia, sede del tesoro real y una nueva tentativa de acuerdo lo llevó a entregar a su esposa Juana como rehén, lo que más tarde lo perjudicaría al argumentarse luego que la reina había quedado nuevamente embarazada durante su cautiverio.

El 5 de julio de 1468, sin embargo, muere Alfonso, que había reinado unos 3 años. Para los que no aceptaban a Juana como heredera, la sucesión pasaba entonces a Isabel.e Puesto que ambas eran mujeres, cobró fuerza la acusación de ilegitimidad contra Juana Isabel rechazó tomar el título regio, sino el de princesa, y el rey Enrique, ante la conducta de la reina, se avino a negociar. En 1468, Enrique e Isabel firmaron un acuerdo, el Tratado de los Toros de Guisando, por el que Enrique declaraba heredera a Isabel, reservándose el derecho de acordar su matrimonio, y las distintas facciones de la nobleza renovaban su lealtad al rey. La razón esgrimida para dejar a la infanta Juana de lado no es su condición de hija de otro hombre, sino la dudosa legalidad del matrimonio de Enrique con su madre y el mal comportamiento reciente de ésta, a la que se acusa de infidelidad durante su cautiverio. Enrique debía divorciarse de su esposa, según el tratado, pero no llega a iniciar los trámites. Enrique trató el matrimonio de Isabel con Alfonso V, rey de Portugal, procurando el matrimonio de la infanta Juana con algún hijo de Alfonso. Pero Isabel se casó en 1469 en secreto en Valladolid, con Fernando de Aragón, hijo del rey de Aragón, con lo que el rey Enrique consideró violado el tratado y proclamó a su hija Juana como heredera al trono en Val de Lozoya, jurando públicamente que era hija legítima, que retornó al rango de princesa y a la que se debía buscar un matrimonio en consecuencia.

El reino cayó en la anarquía, el rey dejó de gobernar pactando como un noble más. Isabel y Fernando cosechaban más adhesiones como garantes del restablecimiento del orden. En noviembre de 1473, Andrés Cabrera, mayordomo del rey y alcaide del alcázar de Segovia pudo organizar un acuerdo de reconciliación entre el rey y su hermana, para evitar que Juan Pacheco se hiciera con el control del tesoro del alcázar de Segovia. Entre finales de diciembre y comienzos de enero de 1474, el rey se entrevistó con Isabel y con Fernando y aunque hubo cordialidad, no se llegó a un acuerdo de paz, en el que Isabel sería la heredera. El rey cayó enfermo, y ante acusaciones de envenenamiento, los interlocutores se separaron. Mientras Isabel permanecía en Segovia, el rey pasó el resto del año prácticamente en Madrid bajo la custodia de Juan Pacheco.

Juan Pacheco murió en octubre de 1474, y el rey lo siguió en diciembre del mismo año. Fernando del Pulgar relató así el acontecimiento:

E luego el rey vino para la villa de Madrid, é dende á quince días gele agravió la dolencia que tenía é murió allí en el alcázar á onze dias del mes de Deciembre deste año de mil é quatrocientos é setenta é quatro años, a las once horas de la noche: murió de edad de cinqüenta años, era home de buena complexion, no bebía vino; pero era doliente de la hijada é de piedra; y esta dolencia le fatigaba mucho a menudo.

Poco después comenzó la Guerra de Sucesión Castellana entre los partidarios de Isabel y los de Juana, la hija de Enrique.

El testamento del rey desapareció. Según Lorenzo Galíndez de Carvajal, un clérigo de Madrid custodió el documento y huyó con él a Portugal. Al final de su vida, la reina Isabel tuvo noticia del paradero del testamento y ordenó que se lo trajeran. Fue encontrado y llevado a la corte pocos días antes del fallecimiento de la reina, en 1504. Siempre según Galíndez de Carvajal, que fue testigo de la muerte de la reina, unos decían que el testamento fue quemado por el rey Fernando mientras que otros sostenían que se lo quedó un miembro del consejo real.

Enrique IV yace enterrado en el panteón real del Monasterio de Guadalupe, en Cáceres.

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16-08-22 - Enrique IV de Castilla, hermanastro de Isabel la Católica, un hombre que habría encajado más en nuestro tiempo

Carlos Berbell

Enrique IV de Castilla, hermanastro de Isabel la Católica, quien le sucedió al trono, habría encajado más en nuestro tiempo por sus apetitos sexuales.
Enrique IV de Castilla, hermanastro de Isabel la Católica, quien le sucedió al trono, habría encajado más en nuestro tiempo por sus apetitos sexuales.

El reinado de Enrique IV de Castilla (1454-1474), hermano de Isabel la Católica, fue singular, como singulares fueron los hombres que influyeron en él. De Enrique IV se ha escrito que era un “displásico eunocoide”, o sea, que sufría de impotencia. 

En parte esto era cierto, sufría de impotencia cuando se trataba de mantener relaciones sexuales con una mujer, pero su virilidad estaba fuera de duda cuando el negocio del fornicio era con otro hombre. 

Su primer amante, o al menos el introductor en “el otro mundo” parece que fue -la historia en el caso de Enrique IV hay que leerla entre líneas por lo delicado que resultaba el asunto a los cronistas de la época- su propio ayo, don Juan Pacheco. Al que siguió un tal Gómez de Cáceres, un joven de gran hermosura y afable trato, con el que el rey vivió una intensa relación.

Gómez de Cáceres reafirmó la sexualidad de Enrique IV, un adolescente retraído e introvertido. Sin embargo, con tan solo 15 años se vio obligado a casarse con su prima, la princesa Blanca de Navarra, con el único objetivo de procrear un sucesor.

NO HUBO NOCHE DE BODAS

No hubo, como se pudiera pensar, noche de bodas. Parece ser que no hubo ninguna noche, ni ningún día. Enrique IV no tocó a su esposa durante los trece años que estuvieron unidos.

Así quedó expuesto en el proceso eclesiástico para la anulación del matrimonio solicitado por el rey de Castilla.

Enrique IV y Blanca de Navarra cohabitaron durante tres años “sin que en ese tiempo se hubiera llevado a efecto la conjunción sexual”.

En el documento se reconocía que el rey “había obrado con verdadero amor y voluntad y con toda operación a la cópula carnal”, y se revelaba que el monarca había llegado a tomar bebedizos afrodisiacos traídos especialmente de Italia para animar a su virilidad en su compromiso con la reina.

En la calle “el problema” se vio de diferente forma. Circularon atrevidos cantares y coplas ridiculizando la frustrada cópula del rey y de la reina y destacando la preferencia de Enrique IV por “sus cómplices”. 

Algunos “cómplices” tenían nombre: Alonso Herrera, Beltrán de la Cueva

Otros habían tenido que emigrar, como Miguel de Lucas, para evitar que el rey hiciera con él lo que él hacía con las mujeres, o Francisco Valdés, que fue atrapado cuando huía del monarca, el cual se había encaprichado de él.

Valdés fue encarcelado en una prisión secreta “adonde, posponiendo otros cuidados, iba a visitarle don Enrique para echarle en cara su dureza de corazón y su ingrata esquivez”. 

NADIE OSABA DECIR QUE EL REY ERA «HOMOSEXUAL»

Nadie osaba decir que abiertamente que el rey era “homosexual”, pero la palabra estaba en la mente de todos. La idea no era un plato de buen gusto en unos tiempos tan homofóbicos como aquellos, pero es que las pruebas estaban cargadas de evidencias: Enrique IV, a pesar de combatir a los árabes, había adoptado muchas de sus costumbres.

Tenía, incluso, una guardia mora. Según Gregorio Marañón, “está sin duda relacionada con su inclinación homosexual su famosa afición a los moros de los que, como es sabido, tenía a su lado una abundante guardia, con escándalo de su reino y aún de la cristiandad. Es sabido que en esta fase de la decadencia de los árabes españoles, la homosexualidad alcanzó tanta difusión que llegó a convertirse en una relación casi habitual y compatible con las normales entre sexos distintos”.

Enrique IV vestía, incluso, como los propios árabes e hizo suyas sus posturas, su forma de alimentarse y, de acuerdo, otra vez con Marañón, “otros hábitos funestos propensos a vergonzosa ruina”.

El rey nada tenía que ver con su padre, Juan II, un hombre voluptuoso, muy dado a los placeres carnales en el otro sexo. Ya desde pequeño su carácter se rebeló débil, sumiso y desconfiado.

Prescindió en su corte de los miembros de la oligarquía nobiliaria castellana y buscó sus más estrechos colaboradores entre gentes de origen oscuro (conversos, hidalgos, legistas…), como Lucas de Iranzo o Beltrán de la Cueva, que no por ser de “primera clase” tenían menor sentido del Estado.

Fueron ellos los que forzaron la anulación del matrimonio con Blanca de Navarra y los que presionaron al rey para que eligiera una nueva esposa en la hermana del rey portugués, doña Juana, que tenía entonces 16 años y de la que se decía que era “muy señalada mujer en gracias y hermosuras”.

Tampoco doña Juana consiguió estimular la hipófisis del monarca. De acuerdo con el historiador Palencia, el día de la boda “no presentaba el rey aspecto de fiesta, ni en su frente brillaba la alegría”. 

Enrique IV evitaba lo inevitable y buscaba desaparecer. Sin embargo, la corte castellana se vio sorprendida poco tiempo después cuando la reina anunció que estaba embarazada.

Pocos dudaron que la reina había cometido adulterio porque conocían a su monarca. “Fue gran sospecha en los corazones de las gentes sobre esta hija pues muchos dudaron ser engendrada a lomos del rey”, cuentan las crónicas. 

LA «BELTRANEJA»

¿Quién había sido “el culpable”? Beltrán de la Cueva, privado del rey y amigo “íntimo” de Enrique IV. 

La niña a que dio a luz la reina fue conocida como Juana, “la Beltraneja” y el rey la reconoció como suya, aunque en 1468 sacrificó sus derechos sucesorios en favor de su hermana Isabel, en el pacto de los Toros de Guisando. 

Curiosamente, el matrimonio de Isabel, un año más tarde, con Fernando, el heredero de la corona de Aragón, provocó la respuesta airada de Enrique IV, el cual entendió que el pacto de los Toros de Guisando había sido violado, por lo que proclamó sucesora a su hija Juana. 

A pesar de las dudas sobre la autoría de la paternidad de Beltrán de la Cueva, en la hija del rey, Enrique IV no lo apartó de su lado.

El rey y su súbdito se querían más allá de las diferencias. Nunca se sabrá si lo que supuestamente hizo fue un favor por amor al rey o si realmente hubo una atracción “inevitable” entre la reina y el privado. 

El caso es que Beltrán nunca se apartó de su monarca y participó en las orgías que el rey castellano solía organizar en su finca de caza de Balsaín.

Marañón escribió que Enrique IV gustaba de “facer fornicio” con otros “hombres de mal vivir” en esas cacerías, en las que tenía como porteros a un etíope “tan terrible como estúpido” y a un enano.

Su gusto por lo extravagante y por las “malas compañías”, lejos de atemperarse, fue una constante hasta su muerte, en 1474. 

A pesar de todo fue un rey que encontró la felicidad, a su manera.

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