Yo
vivo en casa, en una casa sombría, en una habitación
pequeña, esa habitación no es mía.
Yo
vivo en esa casa, pero el metro ya me aguarda con
sus crudas esperanzas de salir despreocupado, con
la preocupación encima, no me carguen con más
cruces, pues la mía llevo encima y la llevo
con orgullo, pues tengo esperanza muy arriba.
Y
aunque la mirada atisba lumbre, en la larga lejanía
veo a la gente que la absorbe esa escalera vacía.
Voy
bajando, por el metro de mi barrio y me encuentro
a Doña Aurora repartiendo los diarios, al TOP
manta al completo, al llanero solitario, a la joven,
al villano, mientras me digo bien claro: Sal
entero del redil.
Yo
me abrocho la bragueta, la cartera y la maleta, pues
en el metro no hay recetas para salir con lo que entrás.
Mientras
espero un rato con el sueño acumulado yo me
digo: ¿y que fue de mi café?.
Hoy
se tiro otra pareja y la tardanza del metro es anunciada
después, ya llego tarde al trabajo, a la cita
concertada.
Yo
mantengo la mirada firme y espabilada, en lo que un
grupo se me acerca y me tantea mi tez, me rondan y
olfatean si llevo mi cartera y si ven que de ellos
paso, se alejarán después.
Ya
llego el metro corto, de una corrida lo cojo y respetuoso
dejo el paso y me quedo sin asiento, sin respaldo,
sin respeto y sin aliento: Ya lo decía José
deja un palmo de terreno y además del
moro o negro, te pisarán el anciano y la joven
estudiante que debe colocarse antes para no perder
el tren.
Es
entonces cuando observo, en la jungla de los bajos
la miradas de la gente que me dicen suficiente para
entenderlos mejor.
Hay
miradas ya de entrada, chequeando mi mirada, mi postura
y mi sentir y esa vieja cicatriz que me la hice jugando
bajo aquel hermoso árbol, que lo talaron al
mes.
Mientras
tanto los cantantes: tocan alegres canciones de su
tierra angelical, cuales puros jilguerillos que se
vinieron del sur, de la pampa y del Perú o
del propio país, donde a menudo suelen ir a
pasar sus lunas mieles, parejas con plata y pieles,
sin importarles na más.
Alto
entonan sus canciones aunque por dentro se huele ese
olor sentimental a su gente allí dejada con
la esperanza muy claro de reunirse en Navidad, esa
necesidad que no querían pasar y se mudaron
acá para pasarlo muy mal y sopesar ese paso
que ellos creyeron claro y ahora se arañan
la piel, por la rabia contenida que llevan en la barriga,
por la injusticia vivida en éste su pueblo
occidental.
Les
escucho hasta el sin fin, son sus mismas melodías,
las que aprenden todos los días más
de doscientos a la par y me vuelven la cabeza, más
que tonta: turulata, pero es su medio de andar y salir
del torbellino que se encontraron metidos al ver la
cruda realidad.
Les
escucho una y otra vez, les escucho asombrado y me
quedo observando sus diferentes semblantes que hablan
de sus penurias pasadas, aunque nos finjan reír:
Miradas
de odio, de pura impotencia, miradas desafiantes con
su preocupación a cuestas de recaudar su jornal.
En
la otra orilla, se sientan mozos, viejas, enfermeras
y señores molestados por su presencia al tenerles
que escuchar o más bien sus apariencias hacen
de aquellos señores ogros a que apartar,
pues se sienten invadidos, en peligro sus caminos
para subir de escalón. Y mientras tocan los
cantantes ellos hablan con miradas que ametrallan
sus gargantas hasta cambiar de vagón.
Una
señora muy fina, después de esnifar
cocaína monta en metro y se auto corona juez
mira a la negra o al moro, al japonés y al
gitano, mientras levanta su mano, no la vayan a infectar.
La Mentora del vagón con su propio colocón
empieza a criticar a quienes nos portamos mal: Si
vas limpio, que tío pijo, si vas
sucio uy que asco, que mi marido no suda, que
me salen más arrugas, si tu marido perdiste
y vives de tus recuerdos como si fueran presentes.
Por lo poco por mi observado las miradas de la gente
nos aceptan o rechazan, nos prejuzgan y condenan o
nos alaban y nos salvan del fuego que llevan dentro
las personas más corrientes en éste
Madrid decadente que tenemos que vivir.
Otras
callan y no otorgan, otras otorgan y callan son tan
versas las miradas que cada una es la misma y diferente,
según se monte la gente en el recorrido afín.
Las
miradas con espanto, con anhelo, con cansancio, con
desprecio y con encanto.
Son
tan versas las miradas, si paramos a observar que
no hace falta escuchar de ellas palabra, simplemente
son miradas
.
Hay
miradas con respuesta, unas con el fin definido y
otras con fines diversos que nunca sabré ni
quiero, dejo libre a sus intelectos dar lectura a
estas últimas que colecto.
Mas
es bonito observar las miradas de deseo, de encanto
y complicidad, que de ellas podría un
Don Juan ampliamente bien hablar.
Sigo
en metro, con tres cambios de mis lineas que me llevan
al lugar.
Voy
con niños, carteristas, curas, mormones, frickis,
pijos, estudiantes de carrera, carreras de piernas
largas y algún que otro mirón.
Un
anciano va dormido, eso espero, pues me
piro a mi curro con aumento de latidos y sudor.
Son
tantos los sentimientos que expresa la gente en tan
poco tiempo con solo una mirada esbozar.
Con
su libro empapelado, va esa chica tan coqueta que
deja ver su apariencia de chica bien refinada y por
ello no ha tomado otra línea que la 10 y allí
la dejé de ver, pues yo ya salgo del andén.
Tantas
caras conocidas, tanatas caras encendidas, tantos
rostros tan amargos, tantos buenos cancioneros que
pagan las consecuencias de lo que pesa Madrid. Unos
vuelven a su origen, otros no tienen billete, ni dinero
PA volver.
Doce
días más pasaron y las gentes son distintas,
aunque iguales en perfil.
Mi
memoria me recuerda a esa negra de Gran Vía,
que infectada por el sida, ya lloraba la impotencia
por no poder, ni pedir. No la veo hace un tiempo,
ni al enfermo retrasado, que solo pedía comer.
Se
han tirado, se han tirado, me dice mi mente perra,
que me dicta mi inconsciente: Tú te quedaste
de lado.
Pues
allí donde pasé, de muertos hay mas
de diez, más de mil y de dos mil y les dejo
de contar para que no lo pasen peor, pues quizá
o a lo mejor me mandan ir a mirar por el ojo que no
ve.