Villa histórica,
monumental, escultórica y paisajística
Villa
de las Ferias
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SANTA
TERESA DE JESÚS
Santa
Teresa de Jesús
"Nada
te turbe, nada te espante.
Todo se pasa. Dios no se muda.
La paciencia todo lo alcanza.
Quien a Dios tiene, nada le falta.
Sólo Dios basta."
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Virgen
y Doctora de la Iglesia
(1515-1582)
"En
la cruz está la gloria, Y el honor,
Y en el padecer dolor, Vida y consuelo,
Y el camino más seguro para el cielo."
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Convento de San José (Madres Carmelitas Descalzas) Medina del Campo |
07-10-2021 - Retrato de Teresa de Jesús (I): Nacida en una familia de conversos.
Javier Burrieza
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Santa Teresa de Jesús |
Teresa de Jesús ha sido la monja que ha contado con mayor repercusión en la historia de España; muy celebrada no solamente en sus fiestas de canonización sino también en sus conmemoraciones vitales. Teófanes Egido, uno de sus más preclaros especialistas, piensa que su existencia conmocionó a sus contemporáneos, que se preocuparon por destacar lo extraordinario vinculado a ella. Esto provocó una notable deformación de algunos aspectos de su realidad histórica y una descontextualización de sus aportaciones a la espiritualidad católica del siglo XVI que la historiografía actual ha ido subsanando. Hubo un tiempo en que fue identificada con las “virtudes” de lo español —si éstas pueden ser definidas—, cuando se la denominó la “santa de la raza”, título debido a fray Gabriel de Jesús antes de la Guerra Civil; subrayado en 1939 por el gran estudioso que fue Silverio de Santa Teresa. Ejemplarizaban en ella la pureza de un supuesto pueblo, caracterizado por la ortodoxia y la defensa de la fe católica. Cuando se descubrió que sus ascendientes fueron conversos desde el judaísmo, entonces se rompieron todos los esquemas. Un santo barroco nunca podía carecer de limpieza de sangre aunque, en realidad, muchos fueron los conversos que protagonizaron iniciativas en la reforma católica. Así lo había resaltado Pablo de Santa María, también converso y obispo de Burgos en el siglo XV. Éste se refería a las iniciativas reformistas de los franciscanos y a fray Pedro de Valladolid, futuro san Pedro Regalado, patrono de la ciudad del Pisuerga. Otros no vieron reconocidas definitivamente sus virtudes como ocurrió con Diego de Laínez, sucesor de san Ignacio o Juan de Polanco, su secretario, a quien el grupo opositor dentro de la Compañía y el papa Gregorio XIII impidieron ser el cuarto prepósito general de la Compañía, en aras a su condición de español y descendiente de conversos, ambos dos contemporáneos de la madre Teresa.
Nuestra monja conservó su nombre de pila, Teresa de Ahumada, hasta el comienzo de la reforma del Carmelo. Después, hablaremos siempre de Teresa de Jesús. Olvidemos otras denominaciones que podían referirse a su ciudad natal y que resultan anacrónicas en el tratamiento histórico del personaje. Ella nunca fue Teresa de Ávila, ni tampoco Teresa de Cepeda y Ahumada. La genealogía teresiana fue falsificada. Primero por sus ascendientes; después por sus hagiógrafos. Incluso, autores relativamente recientes, se han dejado llevar por las ejecutorias de hidalguía del siglo XVI. En 1946, el gran investigador Narciso Alonso Cortés plasmaba el resultado de sus pesquisas, cuando tuvo delante de sí los litigios de la familia de los Cepeda. Su abuelo se autodenunció al Santo Oficio y se vieron obligados, para tener una existencia relevante, a inventarse un pasado en un ámbito diferente al propio, y evitar ser reconocidos, en un nuevo escenario, en una ciudad distinta. Había que buscar, en la dimensión contractual del matrimonio, bodas que oxigenaran teóricamente su sangre. Teófanes Egido aclaró con autoridad todas estas cuestiones cuando publicó en 1986 el “linaje judeoconverso de santa Teresa”. Ella estaba informada de sus orígenes. La preocupaba poco las prioridades de los linajes. Ella sutilmente y con maestría, supo ridiculizar estas preocupaciones tan de su tiempo. A lo largo de su vida, tuvo que tratar a los “grandes de este mundo” pero entendió a los sectores medios y burgueses de una sociedad estamental. A ella también, éstos la comprendieron mejor.
Una ascendencia que se remontaba a tierras cercanas a Valladolid, aunque entonces no existían nuestras dimensiones provinciales. Su abuela paterna había nacido en Tordesillas; sus abuelos maternos y su madre eran de Olmedo, recibiendo el nombre de Teresa de su abuela materna, Teresa de las Cuevas; mientras que el apellido con el que firmaba en su primera etapa vital, el de Ahumada, procedía de su madre, en un tiempo en el que el orden de los mismos no se encontraba reglamentado. La abuela paterna, Inés de Cepeda, contrajo matrimonio con el habilidoso hombre de negocios que era Juan Sánchez de Toledo. Como dijimos, éste chocó con la Inquisición y se vio obligado a trasladarse a Ávila. Fue de los conversos que se denunciaron de inmediato ante el edicto de gracia de 1485, cuando la Inquisición comenzaba a establecerse en Toledo. Su padre, Alonso Sánchez, contrajo matrimonio en dos ocasiones. Su madre Beatriz de Ahumada había nacido en 1495 y era prima en tercer grado de la primera esposa de su marido, Catalina del Peso. Un matrimonio rentable para el linaje y por su dote, celebrado en la localidad abulense de Gotarrendura, donde los padres de doña Beatriz disponían de importantes propiedades. Ella disponía de quince años. Algunos autores tuvieron la “ocurrencia extraña” de situar en aquel lugar el nacimiento de Teresa, cuando en realidad éste transcurrió en la ciudad de Ávila, entonces habitada por unos cinco mil habitantes.
La “Santa” supo retratar y recordar un ambiente familiar para su infancia y adolescencia, subrayando la ternura que no era habitual en las realidades cotidianas de la privacidad. Esa cercanía y unidad familiar quizás tenían que ver con la exclusión social que habían vivido en su condición de conversos. Hablaba de una madre de “muchas virtudes”, cargada de enfermedades desde sucesivos y no distanciados partos. Y aunque murió de treinta y tres años —cuando Teresa había cumplido los doce—, de suyo era hermosa aunque parecía, por estos sufrimientos maternales y por los diez hijos que tuvo, una mujer de mucha mayor edad. Su padre, por otra parte, anotó el momento del nacimiento de su hija; “en miércoles [de pasión] veinte e ocho días del mes de marzo de quinientos e quince años nasció Teresa, mi fija, a las cinco horas de la mañana, media hora más o menos, que fue el dicho miércoles casi amaneciendo”. Después la joven manifestó el dolor de una huérfana: “afligida fuime a una imagen de nuestra Señora y supliquéla fuese mi madre, con muchas lágrimas” (V 1,7). Y sintió, con profundidad, marchar al claustro con veinte años, y dejar a su padre, solo y viudo: “me parece cada hueso se me apartaba por sí” (V 4,1).
Esa historia de la ternura se prolongó a lo largo de su vida con sus hermanos y sus sobrinos, donde no faltaron los disgustos y los conflictos, de nuevo, por las herencias familiares, cuando tuvo que defender que parte de lo conseguido por sus hermanos deseaban destinarlo a la reforma del Carmelo descalzo. Mientras que el ámbito familiar habitualmente no estaba presidido por los afectos, la suya fue excepcional aunque no única en el ámbito carmelitano, según transmitieron —por ejemplo— los ocho hermanos que componían la familia de los Sobrino, hijos de Antonio Sobrino y Cecilia Morillas, cuatro de ellos frailes y monjas descalzas del Carmelo. Teresa de Jesús, por su parte, supo contar con sobrinas dentro de las clausuras, en mayor o menor proximidad como ocurría con su sobrina Teresita o con la que fue priora de Valladolid, María Bautista. Y eso que, en sus Constituciones, pedía evitar “tratar mucho con deudos”. A pesar de todo, se reafirmaba en la superioridad del estado religioso sobre el matrimonial. Ella hablaba de evitar el enfado al marido —“mirad de qué sujeción os habéis librado, hermanas”—. Conceptos que estaban asociados a las mentalidades colectivas de su tiempo cuando se afirmaba que el peor de los frailes era más santo que el mejor de los seglares.
No fue una niña que vivió sus años de infancia y adolescencia en medio de carencias, aunque después la situación familiar se empezó a derrumbar y cada vez fue más difícil mantener los comportamientos propios de un hidalgo. Precisamente, esta situación privilegiada, le permitió tener acceso a la lectura, a la afición a leer; primero aquellas novelas de caballerías que tanto las distraía a su madre y a ella. En medio de una sociedad analfabeta, sus padres les animaban a acercarse a esos productos de lujo de la imprenta. Ella lo recalcaba en el Libro de su Vida, “era mi padre aficionado a leer buenos libros, y así los tenía de romance, para que leyesen sus hijos éstos”. Después, la necesidad de asegurar un futuro obligó a buena parte de los hijos de Alonso Sánchez de Cepeda a tener que emigrar a las Indias —donde se disimulaba un pasado y se trataba de construir un futuro diferente— o a enrolarse en el ejército. Con todo, a pesar de las dificultades de ambas metas, los hermanos de Teresa de Jesús llegaron a edad adulta. Un ambiente familiar que contribuyó a una intensa devoción y una vida piadosa que desarrolló especialmente su madre, con la oración del rosario, tan popular en esos momentos. Devociones y prácticas piadosas que se unían a las de caridad con los necesitados en una sociedad que carecía de atención sanitaria generalizada. Teresa de Jesús, olvidando las polémicas de la honra, recordaba en sus progenitores a esos “padres virtuosos y temerosos de Dios”.
Javier Burrieza Sánchez
Universidad de Valladolid
08-10-2021 - Retrato de Teresa de Jesús (II): «Para este camino, paz y sosiego en el alma».
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Ávila: Convento de Santa Teresa de Jesús donde nació |
En la existencia de una mujer castellana del siglo XVI, dos eran los caminos adecuados para su futuro: el matrimonio y el convento. Para el primero, el amor no era la motivación principal. Un matrimonio era un pacto, contrato o alianza que más bien servía para culminar un proceso u horizonte de negociación, ya fuese social o económica. Tanto el matrimonio como la profesión religiosa estaban necesitados de dote. Por eso, era habitual que una de las obras pías de aquel tiempo fuese la dotación de doncellas huérfanas. La soltería se contemplaba negativamente, por lo que podía suponer de independencia para la mujer. Y más si esa mujer soltera mostraba, además, una espiritualidad intensa y singular.
Estamos ante una población clerical abundante, más de hombres que de mujeres. En el siglo XVI solamente hallamos órdenes religiosas femeninas contemplativas, dentro de clausuras reforzadas por el Concilio de Trento. A ello se unirán los procesos de reforma que ya se habían puesto en marcha desde el interior de esas religiones. Habrá que esperar al siglo XVII para que otros trabajos empiecen a ser desarrollados por una monja. Será el caso de la educación de las niñas o la atención a los enfermos. No se concebía que la mujer asumiese ministerios pastorales para los cuales la Iglesia de aquel tiempo tampoco la había capacitado: “si las que os trataren quisieren deprender vuestra lengua, ya que no es vuestro de enseñar —escribirá años después en Camino de perfección—, podéis decir las riquezas que se ganan en deprenderla; y de esto no os canséis, sino con piedad y amor y oración” (CV 20, 6).
Desconocemos todavía la razón de la entrada de Teresa de Ahumada en el monasterio de la Encarnación de Ávila, aunque sí la presencia de una amiga suya —Juana Juárez— en el mismo. Anteriormente, había estado interna en las agustinas de Nuestra Señora de Gracia. Si al principio se mostraba hostil hacia la condición de ser monja, las cosas cambiaron y a los veinte años, un “día de Ánimas” de 1535, entraba en el monasterio abulense de la Encarnación. Desde su toma de hábito y posterior profesión, se iba a producir en ella una lógica identificación con su nueva familia, la Orden de Nuestra Señora del Carmen. Numerosas ciudades y villas de Castilla eran profundamente levíticas. Ávila contaba ya con cistercienses, clarisas, dominicas y agustinas, cuando un grupo de beatas reunidas desde 1479, se asentaron de manera definitiva en los extramuros de la ciudad en 1515: las que habrían de ser monjas carmelitas en este monasterio de la Encarnación.
Órdenes religiosas que se convertían en “grupos de presión” en lo espiritual, con profundas rivalidades que alcanzaban también lo material. Si se vivía de limosnas, la proximidad de otro monasterio cercano con los mismos fines, despertaba recelos y oposiciones bien encontradas. Religiones que se sentían orgullosas de su antigüedad y de los privilegios concedidos. Las carmelitas vistieron a la Virgen Niña con su hábito e insistieron en la paternidad del profeta Elías sobre la Orden del Monte Carmelo. Una asimilación como algo propio que se realizaba en el primer periodo de probación y formación y a cuyo fin servían —y lo siguieron haciendo en mayor medida durante el barroco— los sermones de la propia familia religiosa y las crónicas de la orden.
Teresa de Ahumada vivió en este monasterio de la Encarnación el periodo más prolongado de su vida, hasta 1562. Hubo algunas salidas provocadas por su enfermedad y ya, como carmelita descalza, se vio obligada a regresar como priora, entre 1571 y 1574. En el remedio de sus dolencias, participó activamente su familia. Vivió las precariedades de los remedios, en una época medicinal no científica y de escaso prestigio hacia los médicos. De ahí, que doña Teresa diese a parar con la curandera de Becedas, cuya fama se habría difundido por su supuesta eficacia. Sin embargo, en un momento fue dada por muerta, su sepultura abierta en la Encarnación y no enterrada, solamente por empeño de su padre. Después hubo de recuperar sus fuerzas desde un estado de parálisis, contando con el que habría de convertirse en su santo por antonomasia: San José. Teresa de Ahumada vivirá fuertemente la crisis, la atonía espiritual, el desasosiego ante un abandono de la oración: “pasé este mar tempestuoso casi veinte años por estas caídas”. El ambiente del monasterio de la Encarnación tampoco ayudaba en demasía, con una población monástica tan heterogénea y desigual, dentro de una comunidad numerosa que tenía que hacer concesiones en los rigores si quería sobrevivir, que debía atender en exceso a las curiosidades exteriores si pretendía ser atractiva, captar esas limosnas de las que estaba necesitada. De ahí, esos tiempos de locutorios que, cada vez Teresa de Ahumada fue asumiendo peor.
De la atonía se pasa a la necesidad de cambio, la conversión, más bien un tornar de prioridades: “deseaba vivir (que bien entendía que no vivía, sino que peleaba con una sombra de muerte) y no había quien me diese vida, y no la podía yo tomar, y quien me la podía dar tenía razón de no socorrerme, pues tantas veces me había tornado a sí y yo dejándole” (V 9,12). Todo ello estaba intensamente representado en el encuentro con un Cristo que demostraba sus flaquezas ante el dolor. Un cambio espiritual sancionado por las lecturas de esos libros que nunca quiso abandonar, con autores de referencia como los franciscanos Francisco de Osuna —con su “Tercer Abecedario” que lo leyó por vez primera en 1538—, Bernardino de Laredo —en “Subida del Monte Sión”— o Alonso de Madrid —“Arte de servir a Dios, que es muy bueno y apropiado”—; su encuentro con fray Pedro de Alcántara — “no está ya el mundo para sufrir tanta perfección” dirá a su muerte (V 27,16); o el dominico fray Luis de Granada: “con excelente doctrina y concierto para principio y fin de la oración” (CV 19,1).
Libros en romance, lecturas que le fueron privadas en virtud de esos “tiempos recios”, de esa intervención atosigante de la ortodoxia —no sobre ella sino sobre el conjunto de la sociedad—, en los días de 1559 —vividos con tanta proximidad de supuestos luteranos—: “iban a mí con mucho miedo a decirme que andaban los tiempos recios y que podría ser me levantasen algo y fuesen a los inquisidores” (V 33,5). Y ante libros que fueron prohibidos, la promesa del mismo Jesús que ella reflejó: “cuando se quitaron muchos libros de romance, que no se leyesen, yo sentí mucho, porque algunos me daba recreación leerlos, y yo no podía ya, por dejar los [escritos] en latín, me dijo el Señor: No tengas pena, que yo te daré libro vivo. Yo no podía entender por qué se me había dicho esto […] ha tenido tanto amor el Señor conmigo para enseñarme de muchas maneras, que muy poca o casi ninguna necesidad he tenido de libros. Su Majestad ha sido el libro verdadero adonde he visto las verdades. ¡Bendito sea tal libro, que deja imprimido lo que se ha de leer y hacer de manera que no se puede olvidar!” (V 26, 5-6).
La advertencia, no ocasional y puntual, del peligro que suponía el acceso de la mujer a los caminos intensos de la espiritualidad, con la desconfianza y la aplicación rápida de acusaciones de alumbradismo, hacía caminar por las sendas de la precaución. Una experiencia espiritual como la de Teresa de Ahumada estaba necesitada de la ratificación de adecuados consejeros espirituales. Ella manifestaba su descorazonamiento en esta búsqueda, pues no había encontrado confesores que la ayudasen sino, más bien que la despistasen. Faltaban directores espirituales con experiencia, capaces de hacer frente a los rincones del alma y de formar a futuros confesores en un tiempo en que la frecuencia de los sacramentos —de la confesión a la comunión— se iba a ir intensificando, sobre todo a partir de Trento. La solución llegaba desde las órdenes religiosas —pensemos en los dominicos o en nuevas realidades eclesiales como era la Compañía de Jesús—. Eso fue lo que supuso la presencia de nuevos nombres, como el padre Francisco de Borja, anterior duque de Gandía: “díjome que era espíritu de Dios y que le parecía que no era bien ya resistirle más […] como quien iba bien adelante dio la medicina y consejo, que hace mucho en esto la experiencia” (V 24,3). Ávila, entonces desprovista de estos hombres avezados en lo espiritual, ganó con el establecimiento del colegio de la Compañía, sobre todo con la presencia del padre Baltasar Álvarez. Seguridad, pues, en la conversión y deseos de cambio, no solamente en uno mismo sino proyectado hacia el exterior. Nacía el proyecto de reforma de su orden: “lo que mucho conviene para este camino que comenzamos a tratar es paz y sosiego en el alma” (CV 20, 5).
(V, Libro de la Vida / CV, Camino de Perfección manuscrito Valladolid)
Javier Burrieza Sánchez
Profesor de Historia Moderna. Universidad de Valladolid
09-10-2021 - Retrato de Teresa de Jesús (III): Una mujer de proyectos.
Javier Burrieza
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Celda de Teresa de Jesús en el Carmelo de Valladaolid |
Hablamos de una mujer reformadora y fundadora para un siglo, como el XVI, plagado de dinamismo desde lo espiritual. En el imaginario de aquella monja de La Encarnación llamada doña Teresa de Ahumada, que había tornado de prioridades espirituales, se encontraban los primeros eremitas del Monte Carmelo, que habían vivido de acuerdo a la regla primitiva. En todo ello, estaba la aplicación del rigor, siguiendo el modelo de reforma que había desarrollado un hombre formado en su hechura “de raíces de árboles”: fray Pedro de Alcántara. El rigor fascinaba, era la coordenada principal de los procesos de reforma de las órdenes religiosas, olvidando desviaciones y acomodaciones. La transmisión de la santidad rigorista se entendía desde el religioso mortificado, que ayunaba y dormía mal, que huía de las acomodaciones de la reflexión intelectual, viviendo además en la pobreza, dependiendo sólo de las limosnas y no de las seguridades de las rentas —que no siempre eran tan seguras—. Este retrato, a veces demasiado estereotipado, no siempre respondía al horizonte que pretendía Teresa de Jesús.
Antes y después de san José
Existió un antes y un después, inicialmente limitado a la fundación del convento de San José de Ávila, el 24 de agosto de 1562. Salieron de un monasterio que en su comunidad superaba el centenar de monjas para morar dentro de un pequeño grupo de mujeres orantes, preocupadas por las necesidades de la Iglesia más próxima, la de la monarquía católica de Felipe II que debía luchar contra los “herejes”. Ellas no podían superar ese límite. Desde 1562, se iniciaba un tiempo singular en su existencia: “los [años] más descansados de mi vida, cuyo sosiego y quietud echa harto menos muchas veces mi alma”, según explica en el Libro de las Fundaciones. Estas páginas fueron posteriores pues entonces, realizaba la versión definitiva del Libro de la Vida, así como Camino de Perfección, letras esenciales para alcanzar el desarrollo de una dimensión espiritual para las mujeres.
El nuevo convento de San José, la primera casa que se dedicó en la Iglesia al “ayo del Señor”, fue contemplada como una muestra de locura. Estaba bajo la autoridad del obispo de Ávila, Álvaro de Mendoza. Cuando en 1567 visitó las casas de la Orden en España su general, el padre Rubeo, vino a conocer la fundación de esta carmelita. Ella temía lo peor pero no fue así. La dio patente para extender esa comunidad de mujeres orantes a otras ciudades —la madre Teresa será una mujer urbana— contando inicialmente con alguna de las monjas de La Encarnación. Si Teresa de Jesús, con cuarenta y siete años, había comenzado el camino de la reforma; con cincuenta y dos inició, y nunca mejor dicho, el de las fundaciones. El nuncio pontificio Felipe Sega, de manera peyorativa, la denominó fémina “inquieta y andariega”, dentro de una sociedad inmóvil, donde muy pocos eran los que viajaban —casi ninguno por placer— y menos en iniciativa de mujeres. Con la perspectiva del tiempo, podemos decir que la madre Teresa fue una mujer de proyectos constantes, en diecisiete localidades diferentes, pasando por quince de ellas, a lo largo de otros tantos años, entre 1567 y 1582.
17 fundaciones
Las administraciones actuales, con un impulso del turismo religioso gracias a esta reformadora del siglo XVI, han hablado de diecisiete ciudades teresianas, a saber, Ávila (1562), Medina del Campo (1567), Malagón y Valladolid (1568), Toledo y Pastrana (1569), Salamanca (1570), Alba de Tormes y Segovia (1571), Beas de Segura y Sevilla (1575), Villanueva de la Jara y Palencia (1580), Soria (1581) y Burgos (1582). En estas quince localidades abrió físicamente las puertas de los conventos, aunque por otras dos lo hicieron otras en su nombre, la localidad murciana de Caravaca (1576) por Ana de San Alberto, y Granada, por Ana de Jesús acompañada de fray Juan de la Cruz. Restaba el ansiado convento de la Corte, el de Madrid, que no pudo conocer en vida. Todo ello obligó a la fundadora a viajar, muchas etapas por los caminos, a lo largo de todas las estaciones y en diferentes medios de transporte.
El proyecto de reforma fue evolucionando, como lo hizo ella como persona en contacto con la realidad. Nunca lo podemos entender como relajación sino como aplicación inteligente a las circunstancias y a las personas. Y así, la madre Teresa hablaba de la necesidad de caminar con la virtud y el amor, por encima del rigor por el rigor: “Virtudes pido yo a nuestro Señor me las dé, en especial humildad y amor”, escribía a la priora y hermanas del convento de Soria. No obró con precipitación y apasionamientos. Reflexionó sobre lo que significaba vivir en pobreza, de su propio trabajo y de limosnas, aunque fray Pedro de Alcántara pensaba que en los “consejos evangélicos” se obraba sin pareceres. La pobreza era esencial para lograr un clima de cercanía con las hermanas de la comunidad, aunque lejanas de las amistades particulares, camino propicio para la vivencia de la oración teresiana.
Si la Madre deseaba que sus conventos estuviesen privados de rentas, era para alcanzar un objetivo de libertad, para que aquellas mujeres orantes no tuviesen que cumplir con las obligaciones que les imponían los celosos patronos que abundaban tanto. No se trataba de buscar el aislamiento sino de evitar la dependencia que tanto había experimentado en las horas de locutorio en el monasterio de La Encarnación. Tampoco podía permitir que no se pudiese alcanzar una vocación por la falta de recursos económicos. Era menester buscar las limosnas, los espacios de prosperidad, que no siempre fueron posibles. Por eso, cuando se vio obligada a ámbitos diferentes, Teresa de Jesús tuvo que permitir las rentas. Tenía que dejar asegurada la subsistencia de las monjas y la atención a las enfermas.
Oración, fervor, austeridad, sensatez
Lo económico no fue el único tema de debate: tratar sobre el ayuno, la abstinencia y la penitencia. Ya lo dijo uno de los cronistas oficiales de la Orden del Carmen, fray Francisco de Santa María: ella “era la primera en el silencio, en el fervor, en la observancia y caridad, en acudir al coro y a los oficios más humildes como era barrer y fregar”. Y cuando las hermanas la quitaban el estropajo o la escoba, respondía con contundencia: “Hijas, no me hagan floja, déjenme trabajar en la casa del Señor”. La abstinencia cuaresmal no podía ser guardada con el mismo celo en todos los lugares. Por eso, en Malagón dio licencia para comer carne. Acomodarse también en el hábito cuando las temperaturas eran agobiantes como ocurría en Sevilla, pues para alcanzar la santidad era necesario conservar la salud.
La reforma también pasó por el establecimiento de la misma entre los frailes. Lo realizó la propia madre Teresa a partir de la fundación de Medina del Campo, donde pudo conocer a fray Juan de la Cruz en 1567, treinta y dos años más joven que ella. No estuvo ajeno a este otro proceso el consiguiente debate, en el llamado “noviciado” del carmelita, cuando la madre Teresa de Jesús caminó junto a él, a fundar en Valladolid en 1568.
La reformadora deseaba moderar esos rigores que pretendía desarrollar aquel joven que dudaba sobre su entrada en la Cartuja, tras haber profesado en el Carmelo, ordenado sacerdote y haber pasado por Salamanca. Lo que la madre Teresa fue conociendo, a los descalzos les iba a costar descubrirlo, pues se hallaban más vinculados con el concepto del rigor que se había expandido en el siglo XV. No cumplía sus expectativas lo que se empezó a desarrollar en Duruelo, como describió con tono rico de matices en su libro de las Fundaciones.
Más la llamaba la atención el establecimiento de conventos en ciudades como Salamanca o Valladolid, según escribía a fray Jerónimo Gracián. Ciudades universitarias porque pretendía para sus frailes formación, con la cual ganar las almas de los que ignoraban a Dios. Y todavía, en este proyecto fundacional, había que conseguir la separación entre calzados y descalzos, con numerosas controversias en medio. Una de las víctimas más claras de todo ello fue fray Juan de la Cruz, que llegó a sufrir prisión. Cuando llegó la resolución de la provincia independiente de los descalzos, serían menester unas constituciones nuevas, documento que salió del capítulo de Alcalá de 1581. Diez años después de morir, Teresa de Jesús, se rompió la independencia relativa y se consiguió la definitiva como nueva orden del Carmelo descalzo.
Mujer valerosa
Mucho habría de saber Teresa de Jesús como fundadora y no solamente de gobierno, sino también de maneras de enfrentarse a un mundo masculino de decisiones eclesiales —teniendo en cuenta que ella también decidía—. Con la concesión de la patente de 1567 para fundar conventos de la reforma fuera de Ávila y tras la consolidación de la empresa de Medina del Campo, la madre Teresa parecía contar con el máximo apoyo de quien gobernaba la Orden de Nuestra Señora. Las palabras que Rubeo escribió a la nueva comunidad de la villa de las ferias, no todos las habrían suscrito. ¿Cuál iba a ser el papel de esta monja fundadora que no iba a vivir de manera estable en ninguno de los conventos que se iban abriendo?: “Os amonesto a todas —escribía el general Rubeo— a obedecer a la susodicha Teresa, como a verdadera prelada”. No todos los superiores provinciales iban a ser iguales. El padre Ángel de Salazar terminó consiguiendo que fuese enviada como priora de aquella casa de la Encarnación de la que había salido y en la cual no fue recibida con entusiasmo apoteósico. La madre Teresa demostró la forma de hacer las cosas con estrategia cuando el mencionado superior lo que pretendía era detener su actividad fundacional.
En este trabajo “gestor” de la monja carmelita, debía tratar con fundadores, los que le eran más amigos y los más desagradables; aprender a manejarse en el mercado inmobiliario —aunque dispondrá de ayudantes de grandísimo valor como su capellán Julián de Ávila—; conocer las disciplinas constructivas. De manera, más independiente —ella fue su fundadora pero no su superiora— se expandieron también los conventos de descalzos, con la consiguiente reacción —no podía ser de otra manera— de aquellos que se resistían a la reforma.
Nos encontramos ante una sociedad inmóvil, con una mujer que transita de un lugar a otro y que, además, hace narración de todo ello, convirtiéndolo también en imagen de los gozos y fatigas de su ámbito espiritual, cuando hablaba de la salvación al concluir “Camino de Perfección”. Y así comparaba el infierno con las posadas que tuvo que pisar. Mientras que estos mesones y posadas eran efímeras, los tormentos del infierno se tornaban eternos. Años después, el vallisoletano fray Jerónimo Gracián aportaba muchos datos de las vivencias de la reformadora en las posadas. Trataba de preparar espacios, para convertirlos en pequeñas clausuras en las que vivir, aunque solamente fuese una noche.
En estos viajes, sus condiciones de salud no solían ser las más adecuadas. Las monjas no sabían dónde guisar la comida y lo hacía, según el padre Gracián, uno de los frailes —“la Madre reía mucho y las monjas se acongojaban viendo que no podían regalarla”—. La situación podía ser más complicada para la clausura pues había ventas que no tenían habitaciones y colgaban mantas de jerga que llevaban en los carros en los que se transportaban, para que las monjas “siempre quedasen encubiertas”. Los caminos, iban a ser otro tormento: “no pongo en estas fundaciones los grandes trabajos de los caminos, con fríos, con soles, con nieves, que venía vez no cesarnos en todo el día de nevar, otras perder el camino, otras con hartos males y calenturas”. Al menos, en sus manos, Teresa de Jesús contaba con algunas ayudas como era el Repertorio de 1546. A pesar de todo, la comitiva, pues nunca caminaba sola, también se perdía. Proyectos logrados, costosos, fracasados, exitosos, siempre con proyección.
Javier Burrieza Sánchez
Profesor de Historia Moderna. Universidad de Valladolid
10-10-2021 - Retrato de Teresa de Jesús (IV): La mujer de letras.
Javier Burrieza
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“Obra” escrita de Teresa de Jesús |
Las mujeres que mejor conocemos en el siglo XVI son las que moraban en los conventos y, entre ellas, las que escribían. Lo que hoy conocemos como “obra” escrita de Teresa de Jesús se encuentra convenientemente documentado. Mientras que de Miguel Cervantes no disponemos de un solo manuscrito, los tesoros autógrafos de esta reformadora son abundantísimos. Hay páginas escritas por la monja carmelita en las cuales narra su propia vida. Respondía, inicialmente, al mandato de sus confesores como primer impulso para realizarlo. El Libro de la Vida no son unas memorias personales sino una autobiografía espiritual, que transcurre desde su infancia hasta la fundación del convento de San José en 1562. Fue redactado definitivamente en 1565, aunque después fue retenido por la Inquisición —la madre Teresa no fue nunca procesada— en la copia de la que disfrutaba su obispo amigo, Álvaro de Mendoza.
A lo largo de sus páginas encontramos únicamente dos nombres propios: fray Pedro de Alcántara y Francisco de Borja. Hablará, por ejemplo, de sus padres pero nunca nos dirá cómo se llamaban. El franciscano y el jesuita, sin embargo, habían sido esenciales en su trayectoria espiritual. Teresa de Jesús dispuso del sosiego suficiente para la conclusión de estas páginas, en los meses posteriores a la fundación de su primer convento.
Una primera etapa
A aquella etapa también correspondía, uno de los escritos espirituales más importantes: Camino de Perfección. Del mismo existen dos manuscritos, los códices de El Escorial y de Valladolid, depositado en la cuarta fundación.
Sin abandonar esa dimensión autobiográfica de su experiencia espiritual, y como continuación de lo que ha supuesto el Libro de la Vida, alcanzamos las Cuentas de conciencia, que abarcaban desde 1560 hasta el año anterior de su muerte.
Nueva etapa, nuevo estilo
El cambio que se produjo en su existencia en los años sesenta fue plasmado en otro libro narrativo que le encomendó realizar el jesuita Jerónimo Ripalda: el Libro de las Fundaciones. Respondió, de nuevo, a la disculpa de la obediencia, aunque ella no lo escribió de seguido sino que lo retomó en distintas ocasiones. Comenzó a narrar ese discurrir singular en 1573 y lo prosiguió hasta la última de sus fundaciones en Burgos, en el mismo año de su muerte.
El confesor, a veces ordenaba escribir y otras quemar, como ocurrió con Diego de Yanguas y las Meditaciones sobre los Cantares —el Cantar de los Cantares—. Afortunadamente, se conservaban copias manuscritas y éstas circulaban en vida de la Madre. Gracias a ellas, hoy disponemos de esta obra. Un libro bíblico considerado como “peligroso”, comentado por una mujer, pero tan importante para conocer la mística del siglo XVI. Tampoco se conserva el autógrafo de Exclamaciones del alma a Dios, asociado a su modo de rezar. En lo místico, los grados y las cumbres cuentan con su importancia. Ésta se halla en Las Moradas o Castillo Interior, escrito en los días de máxima tensión con los calzados y en los cuales estuvo Teresa de Jesús confinada en Toledo y Ávila. En sus páginas, como obra cumbre de la mística, describía con gran belleza su experiencia de vida espiritual. En todas estas páginas, también en su epistolario, la palabra de Teresa de Jesús no estaba reñida con el humor, según ha dejado bien explicado Teófanes Egido.
Algunas de sus palabras más popularmente repetidas han sido sus versos, aunque en ella no encontramos la cumbre de fray Juan de la Cruz. La poesía en la monja reformadora se encuentra subordinada —como subraya Egido— a la expresión de sus experiencias, a la animación de la vida comunitaria —comportamiento que seguirán sus hijas—, a la respuesta ante un acontecimiento en el claustro —la profesión de una monja—, a la celebración de la fiesta con un carácter alegre, sobre todo en determinados momentos del año —en las Navidades—. Los debates se han sucedido sobre su autenticidad pues no contamos con la riqueza de autógrafos de los que disponemos para la prosa.
Reformadora y creadora
En una reformadora y creadora de una nueva estructura, debemos encontrar páginas que respondían a hacerla funcionar. Estos escritos estaban dirigidos a sus monjas —que también eran las destinatarias de Camino de Perfección aunque no las únicas—. Las cartas contribuían al adecuado engranaje de todo ello. Pero debían existir Constituciones. Las primeras las escribió en San José en 1565. Las posteriores, un año antes de su fallecimiento, ya no fueron escritas por ella. Su dimensión de fundadora también se aplicaba en el Modo de visitar los conventos, escrito en 1576, cuando ya se había culminado la fundación de los primeros “palomarcicos”. Se destinaba al carmelita Jerónimo Gracián que desempeñaba este cargo de visitador.
Teresa de Jesús manifestó en sus miles de cartas un conocimiento delicioso y un manejo práctico del lenguaje escrito dentro de un tono narrativo de la cotidianidad. Los lectores, sobre todo los posteriores del barroco, disponían una imagen literaria asociada con la gran mística. Olvidaban a la mujer preocupada por mil afanes domésticos y cotidianos. En las cartas, nos acercamos por escrito al modo en que se comunicaba oralmente. Desconocemos el número aproximado de cartas que pudo escribir pues se conservan una mínima parte y, además, únicamente disponemos de las que escribió ella, nunca de las que fue receptora. En vida de la carmelita, tuvieron una primordial función de comunicación, para una persona que viajaba y que tenía que disponer de diferentes medidas para los conventos que había fundado.
Tras su muerte, las cartas se convirtieron en una reliquia, siendo regaladas y cedidas por algunos de sus propietarios ante peticiones justificadas.
Comentarios del beato obispo Juan de Palafox
En las ediciones contemporáneas que manejamos, el «alfa y omega» de este abecedario epistolar se encuentra en un breve billete fechado el 12 de agosto de 1546 y en la carta que ya tuvo que “garabatear” su secretaria y enfermera, en septiembre de 1582, cuando llegaban por última vez a Medina del Campo. Entre esos dos hitos, Tomás Álvarez situaba unas quince mil cartas. Muchas —unas dos mil— eran las que se conservaban todavía, a mediados del siglo XVII, cuando se publicaba en 1658 la edición de una selección inicial de setenta y cinco. Un trabajo de análisis y notas encomendado a Juan de Palafox, entonces obispo de Osma.
Hasta ese momento, el texto de la carta no siempre había sido respetado. Conservando la firma eso sí, habían sido mutiladas y sus letras cajeadas, para servir a la devoción de las reliquias. Existía un tono de prevención hacia lo que el epistolario podía aportar. Palafox no eligió los documentos sobre los que trabajó, sino que le vinieron dados y seleccionados. El prelado estaba seguro de que el lector “saldrá del leerlas aprovechado, por lo mucho que la Santa alumbra y enseña en sus cartas”. Estos escritos también iban a disponer de gran éxito, con sucesivas ediciones, traducciones, ampliaciones de nuevas colecciones de epístolas de tal manera que, a finales del siglo XVIII, ya habían sido publicadas 371 cartas de Teresa de Jesús.
Fray Luis de León, editor de Teresa
La primera piedra en la edición de las obras de la reformadora la había puesto fray Luis de León en Salamanca en 1588, el mejor editor que podía haber tenido la Madre. Él no la pudo conocer personalmente pero indicaba que la reconocía en sus hijas y en sus escritos. Subrayaba la “pureza y facilidad del estilo […] dudo yo que haya en nuestra lengua escritura que con ellos se iguale […] Me parece que no es ingenio de hombre el que oigo; y no dudo sino que hablaba el Espíritu Santo en ella en muchos lugares, y que la regía la pluma y la mano; que ansí lo manifiesta la luz que pone en las cosas oscuras y el fuego que enciende con sus palabras en el corazón que las lee”.
Este trabajo editorial del agustino no había completado la publicación de las obras de la madre Teresa. El Libro de las Fundaciones fue más tardío, por implicar su contenido —especialmente algunos capítulos vallisoletanos referidos al caso de Casilda de Padilla— a numerosas personas contemporáneas, que exigían prudencia.
Sobre este texto iba a intervenir Ana de Jesús, la fundadora del Carmelo en Francia y Países Bajos y el padre Jerónimo Gracián. Habrá que esperar a 1610. Así, pues, la que la Iglesia reconoció como doctora; los conocedores de la lengua, del manejo del lenguaje y de la expresión literaria del mismo, la han podido definir como una verdadera autoridad.
Javier Burrieza Sánchez
Profesor de Historia Moderna. Universidad de Valladolid
11-10-2021 - Comienzan las actividades en conmemoración a Santa Teresa de Jesús en Medina del Campo.
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Comienzan las actividades en conmemoración a Santa Teresa de Jesús en Medina del Campo. |
La Voz.- El Ayuntamiento de Medina del Campo ha avanzado una serie de actividades en conmemoración a Santa Teresa de Jesús que se prolongarán hasta el 18 de octubre en la localidad.
Desde el 11 hasta el día 18 la Biblioteca Municipal de la villa acogerá la exposición bibliográfica “Santa Teresa: su vida y obras”.
La siguiente de las actividades será el recital literario que se llevará a cabo en la Antigua Iglesia del Hospital Simón Ruiz el 14 de octubre a partir de las 18.00 horas.
Desde Turismo Medina del Campo, los centros educativos de la villa y la Biblioteca Municipal se repartirá el cómic didáctico “Santa Teresa y su relación con Medina del Campo” durante el viernes 15 de octubre.
Esa misma jornada, desde las 20.00 horas, se llevará a cabo el ‘Solemne voto de villa’ en torno a Santa Teresa de Jesús. Será en el Monasterio de San José de Madres Carmelitas Descalzas (Segunda Fundación).
Para el sábado 16 de octubre se ha preparado la ‘Carrera de la Mujer, que tendrá lugar desde las 18.30 horas en las calles del municipio.
Además, el Área de Igualdad informa sobre el partido de baloncesto femenino entre los equipos Sarabris ‘A’ y Sarabris ‘B’ en el Polideportivo Barrientos de Medina del Campo a las 18.00 horas.
Por último, se realizará el concierto didáctico de órgano a cargo de Alberto Sáez Puente en el Monasterio de San José de Madres Carmelitas Descalzas (segunda fundación).
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