150 panaderos mantienen vivo el oficio en más de la mitad de los pueblos de Valladolid
Los obradores tradicionales se erigen en el principal negocio con el que plantar cara a la despoblación
TERESA LAPUERTA | VALLADOLID.
Muchos siguen levantándose a las tres de la mañana y trabajando los 365 días del año. La mayoría continúan sirviéndose de las manos para dar forma a los panes, quemando leña para hornearlos y conduciendo su utilitario para repartirlos. Todos ellos se dejan la piel en tratar de mantener a flote el negocio. Y todos, también, hacen felices a los paniegos más expertos y no solo a ellos porque ¿quién puede resistirse a 'robarle' un canto a un lustroso pan de cantero aún caliente?
El centenar y medio de panaderos que salpican la provincia de Valladolid reparten pan a diario por los 224 pueblos vallisoletanos pero además, y en muchas ocasiones, son los propietarios de los únicos negocios rurales que han logrado sobrevivir en estos inicios del siglo XXI. Son como 'los últimos de Filipinas', los que más tardan en abandonar el barco, los que continúan luchando a brazo partido contra el azote de la despoblación.
La ratio es todavía elevada -más de un obrador por cada dos municipios-, aunque los artesanos del pan se enfrentan a una realidad difícil y a un futuro incierto, y muchos están teniendo que echar el cierre a negocios heredados de varias generaciones que ahora no les permiten llegar a la edad de la jubilación. Los de los pueblos pequeños cada vez tienen menos clientes y los de tamaño medio no pueden competir en precios con las grandes cadenas de distribución. Mientras, todos ellos se ven obligados a hacer frente como pueden a una generalizada disminución del poder adquisitivo de los consumidores. La búsqueda de nuevos clientes se ha convertido en prioridad y ya hay localidades de apenas 80 vecinos a las que ha llegado la competencia y pueden elegir entre varios proveedores de pan.
«¡Ya está aquí!»
También en esos municipios casi simbólicos, aquellos que ni siquiera disponen de un ultramarinos, o un bar desde los que distribuir el producto, la llegada del panadero es un acontecimiento. «¡Ya está aquí!». «Si no corro me quedo sin pan». La cita con la furgoneta a las once, en el olmo junto a la iglesia; o a las diez, en la fuente de la plaza, es la excusa perfecta para salir de casa, charlar con el vecino y llenar de vida unas calles casi siempre vacías, más desangeladas aún durante el riguroso invierno castellano.
Rosario González, de La Unión de Campos, va más allá. Tan solo en Villalba de la Loma consigue que los vecinos se agrupen en la plaza en respuesta al bocinazo de su furgoneta. En el resto de los pueblos de su habitual itinerario: Cuenca de Campos, Becilla de Valderaduey, Saelices de Mayorga y Valdunquillo, sirve el género a domicilio. Y nunca mejor dicho, porque reparte casa por casa las barras... y también las roscas, los panes canteros y de cuadros o las piñas, aunque estos últimos solo los cocina por encargo. «Ahora en invierno salgo de casa a las nueve de la mañana y vuelvo a las dos. Entro en un pueblo y empiezo a pitar. Luego, suelo hacer siempre el mismo recorrido y me paro en las viviendas de los clientes habituales. Ellos salen y, si no lo hacen, llamo al timbre. La mayoría son fijos, también hay algún visitante que te pide el alto, pero no es lo habitual», relata.
Ni un solo día, en los catorce años que lleva abasteciendo de pan a estos pueblos norteños, ha faltado a su cita. Paradojas de la vida, Tierra de Campos, la comarca cerealista por excelencia, la cuna mundial del pan de calidad, es la zona de Valladolid más desabastecida, también en lo que respecta a este producto de primera necesidad. Si Rosario González o su hijo faltaran, once municipios se quedarían sin miga. «Por eso llego más tarde; si hace falta espero a que amaine el temporal, o le pongo cadenas al coche, pero siempre llego», asegura la panadera de La Unión de Campos. No se cansa, y eso que se levanta al alba todos los días del año, porque también los domingos, y en festividades como Navidad y Año Nuevo, aunque no lo reparta, hace pan, al menos, para no dejar sin él a los mayores de la residencia de ancianos.
Conducir 120 kilómetros diarios para vender unas cuatrocientas barras a entre 80 y 85 céntimos de euros cada una de media es un negocio de dudosa rentabilidad, pero también tiene sus ventajas y una de ellas es que Rosario González apenas percibe la competencia de la que hablan sus compañeros del resto de la provincia. «Alguno hay que vienen de fuera, pero en estos pueblos hay muy pocos vecinos y no suele compensarles. Además, a la gente de Tierra de Campos le gusta el pan pan. Es difícil que se dejen engatusar por un congelado con menos sabor, o que no aguante bien el paso del tiempo, por mucho que se lo ofrezcan más barato», señala.
Pese a las campañas que tanto han denostado el pan en las últimas décadas y los famosos regímenes que proponen la disociación de alimentos y tratan de demonizarlo, el 95% de los vallisoletanos sigue considerándose paniego. Sin embargo, y según las estadísticas que maneja la Asociación Provincial de Fabricantes y Expendedores de Pan de Valladolid, el consumo ha descendido el 6% en el último año y, para más 'inri', el 60% del pan que se come en Valladolid (sobre todo en la capital y en los pueblos de mayor tamaño) procede de las grandes superficies que, a su vez, compran fuera del territorio provincial el 80% de su producto.
Horno de leña
También José Luis Rodríguez y sus dos hermanos reparten pan en varias localidades de la comarca medinense (Matapozuelos, Ventosa de la Cuesta, Medina del Campo y Rodilana), aunque en esta zona de la provincia ya no se estila el 'casa por casa' y lo habitual es que depositen el género en pequeños puntos de venta a los que ceden entre el 15% y el 30% de los 70 céntimos de euro que piden por cada barra. De hecho, ellos no despachan en tienda; son auténticos panaderos de pueblo, aunque tampoco niegan una barra a quien no puede resistir la tentación de probar 'in situ' el bollo recién horneado.
El obrador que desde hace 16 años regentan en Pozaldez cuenta con un horno de leña de grandes dimensiones -5 metros de diámetro frente a los 2,5 más habituales- porque, y de ello presumen, «aquí no utilizamos ni electricidad, ni gasoil, ni nada. Muchos de los productos los seguimos amasando a mano».
Cuecen a diario una media de 1.500 barras normales o rústicas, aunque bajo pedido se atreven con cualquier clase de pan y, tímidamente, tratan de abrirse mercado con las pastas y la bollería. Son jóvenes, emprendedores y dinámicos, pero aseguran que la situación está complicada. «Las panificadoras industriales se están metiendo en los pueblos de tamaño medio y rompen el mercado. Nosotros no podemos competir con alguien que vende la barra a 40 céntimos. Yo creo que la crisis no ha influido mucho en el descenso del consumo de pan (sí en el de pastas y bollería), pero de lo que no cabe duda es de que la gente mira mucho más el precio», explica José Luis Rodríguez, mientras introduce la pala en el horno. Es mediodía, se ha levantado a las cuatro y todavía tiene que repartir. En este oficio, como en muchos, es fácil perder un cliente insatisfecho, y muy complicado conseguir nuevos adeptos. Ellos los reivindican con la calidad y el trabajo como bandera. Tesón, esfuerzo y voluntad no les faltan.