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Villa histórica, monumental, escultórica y paisajística
Villa de las Ferias

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23-11-13 - La villa de las Ferias

Ernesto Escapa viernes, 22 de noviembre de 2013

Plaza Mayor de Medina del Campo, con la iglesia de la Colegiata al fondo.
Plaza Mayor de Medina del Campo, con la iglesia de la Colegiata al fondo.

La llamada por los árabes ciudad de las llanuras, “fue gran ciudad europea antes de que Carlos I fuese proclamado emperador de Alemania”, pero alardea de su condición de villa y conserva varios edificios que testimonian su esplendor renacentista. Para evitar intromisiones, exhibe en su escudo esta divisa: “Ni el Rey oficio, ni el Papa beneficio”. Medina es un lugar de paso en el que los estandartes de lo obvio relegan hasta dejar en secreto algunos de sus mayores atractivos y ese es un riesgo que el viajero debe evitar. Por eso, esta visita se plantea en dos etapas. La primera centrada en el entorno de la plaza, que dará paso la próxima semana a una excursión medinense más amplia, para rematar el recorrido.

Ernesto Escapa, editor, crítico literario y periodista cultural

Durante la visita a la villa, se imponen, por su eco histórico y emplazamiento, el recinto de la plaza y el castillo de la Mota. Pero esa evidencia no debe conducir al descuido de otros atractivos que el viajero descubre en el merodeo por la villa. La amplitud de la plaza Mayor de la Hispanidad responde a su asiento en un cruce de cañadas y su diseño se anticipa varias décadas a la de Valladolid en la fijación del canon de las plazas mayores castellanas. En realidad, el adelanto se debe a que sufrió antes el efecto devastador de las llamas. En Medina atizaron el fuego los realistas en 1520 por el apoyo del concejo a la rebelión comunera. La plaza es un espacio rectangular, con tres lados porticados y en el otro el despliegue de los diferentes poderes: la colegiata de San Antolín, los palacios reales y el consistorio. Un viajero clásico comparó su estampa con la de San Marcos de Venecia.

LA PLAZA DE LOS MERCADERES. Además de este espaldar monumental, en el que después de los quebrantos de los siglos sobresale la colegiata, la plaza de Medina regala una imagen estupenda del Castillo de la Mota, quizá el más hermoso de España. El palacio de los reyes, donde murió Isabel la Católica en 1504, acogió otros hechos importantes antes de ser demolido hace ahora cien años. En él nacieron reyes, se reunieron Cortes y en 1497 se fijó una moneda única para todos los reinos peninsulares. Por entonces era “una casa amplia y labrada con magnificencia y riqueza”, que deslumbraba por el lujo mudéjar de sus decoraciones.

La colegiata de San Antolín se inició a fines del quince, aunque sus obras se prolongaron durante todo el siglo siguiente e incluso la portada se colocó en el dieciocho. A este momento tardío corresponde también su capilla de las Angustias, de planta centralizada, atribuida a Churriguera, que adorna su bóveda con fastuosas yeserías. La iglesia tiene planta de salón, con el coro en la nave. Los sitiales proceden del monasterio de los Jerónimos de Guisando. El retablo mayor, de preciosa factura plateresca, encabeza una colección de retablos sobresaliente. A la plaza asoma el balcón de la Virgen del Pópulo, que tiene un altar en el que se decía misa los días de feria, para que los mercaderes no tuvieran que abandonar sus puestos.

En la misma panda está el Ayuntamiento, de mediados del diecisiete, que se prolonga en la Casa de los Arcos, cuya balconada acogía a los canónigos de San Antolín para contemplar los festejos que tenían lugar en la plaza. Cuatro jarrones y la pequeña imagen de la diosa del poderío  celebran sobre su fachada el triunfo de Eugenia Casado, su propietaria de hace cien años, al ganar un pleito al Ayuntamiento, que pretendía desahuciarla y tirar el edificio. Del palacio Real, que se llama testamentario por las últimas voluntades que en él dictó la reina Isabel, apenas quedan restos significativos, aunque un Centro de Interpretación recrea el vínculo entre la reina y Medina. Enfrente del ayuntamiento se encuentra la Casa del Peso, también del diecisiete, donde estuvo el fiel que establecía el canon de pesos y medidas en tiempos anteriores al sistema métrico decimal.

En este lado de la plaza está el monumento a la letra de cambio, que incorpora dos rollos de granito de los que cercaban el solar de los tratos. Según el académico Felipe Ruiz, en sus negocios “paulatinamente desaparecieron las acuñaciones de oro, luego las acuñaciones de plata, sustituidas por efectos escriturados, primero de procedencia privada, cual obligaciones a término y letras de cambio, más tarde de procedencia oficial, destacadamente las llamadas libranzas”. Los publicistas periféricos llevan muy mal esta primogenitura mercantil de Medina, que llegan a calificar de fantasía y exageración de historiadores intuitivos. No encajan en esta ciudad de la llanura el esplendor de aquel siglo dorado, que vino a malograr la tragedia de las Comunidades. El asalto a fuego de la villa el 21 de agosto de 1520 provocó la quiebra de buen número de sus mercaderes y estableció un paréntesis de pánico en su prosperidad, que ya nunca volvería a ser la misma. En sus tabancos se mercaban lanas y textiles, pero también obras de arte y libros, actividad en la que llegó a destacar, convirtiéndose en puerta de entrada para los primeros incunables. Unas placas en el suelo recuerdan la situación en la plaza de los diferentes gremios.

En realidad aquel foro que reunía a mercaderes de toda Europa había empezado a resentirse con el descubrimiento de América, que fue empujando al negocio cerca de los puertos de mar. El viajero actual puede recobrar el ambiente y la riqueza artística de la Medina mercantil visitando el modélico Museo de las Ferias, instalado en la iglesia de San Martín, que cubre su capilla mayor con una preciosa armadura de limas. También puede verse en el museo, después de salvar un expolio de tintes bochornosos, la estatua orante en alabastro del obispo e inquisidor general Fray Lope de Barrientos. Fue rescatada en 1902 de un almacén madrileño, donde estaba embalada para su traslado a la casa Settiner de París, por la denuncia de un anticuario despechado. Su rival había pagado al patronato del hospital Simón Ruiz setecientas cincuenta pesetas, mientras los franceses le abonaban trece mil quinientas.

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