Villa histórica,
monumental, escultórica y paisajística
Villa
de las Ferias
MEDINA
DEL CAMPO
(ACONTECIMIENTOS
NACIONALES E INTERNACIONALES)
Vd.
se encuentra en:
Las
rutas terrestres y sus alternativas
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Caballero de viaje
con su escudero. Detalle del grabado dedicado a Loja
en Civitates orbis terrarun, de G. Braun y F. Hogenberg,
Biblioteca Nacional. Madrid
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España,
un país extenso y mesetario, dependió, hasta la introducción
del ferrocarril, al camión y el automóvil, del transporte
terrestre con animales de carga y carretas, que fue determinante para
el desarrollo de la economía española. Un intenso tráfico
de arrieros y carreteros articuló progresivamente la economía
de las distintas regiones españolas; a ello contribuyó
también la mejora de las comunicaciones, con la apertura de
nuevas vías como el camino de Andalucía, atravesando
el paso de Despeñaperros.
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Las
rutas terrestres y sus alternativas.
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El puerto de Despeñaperros
fue habilitado en 1783 como parte de las obras del nuevo
camino real de Andalucía. Gravado del siglo
XIX. Biblioteca Nacional, Madrid
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Durante toda la edad
moderna la única alternativa para el transporte terrestre fue
el barco. La ventaja del transporte fluvial era que resultaba mucho
más barato que el terrestre; las dos mulas o los dos caballos
que podían tirar de una carreta con 500 kg de carga podían
arrastras una barcaza de 5.000 kg. La desventaja era que dependía
de ríos apropiados y un adecuado suministro de agua. España,
sin embargo, carecía de los ríos que pudieran soportar
el transporte fluvial. La ruta más larga de este tipo era el
río Guadalquivir desde el Atlántico hasta Córdoba.
Parte del río Ebro se usaron algunas veces de la misma manera.
Felipe II, después de convertirse en rey de Portugal en 1580,
trató de convertir el río Tajo en una ruta de transporte
entre Lisboa y Toledo, pero el proyecto no cuajó. En el siglo
XVII se promovieron los canales de Castilla y de Aragón, pero
ninguno de los dos llegó a acabarse entonces.
Así pues, el
transporte español dependía de las carreteras, los animales
de carga, las carretas y los carros. Ésta era una manera cara
de transportar mercancías voluminosas y limitaba la interdependencia
económica posible entra las regiones del interior de España.
Esto no significaba que la España rural estuviera aislada,
puesto que la información y las personas se movían con
relativa facilidad, pero sí provocó que España
durante mucho tiempo fuera un país cuya cohesión política
y social era más real que la integración económica.
Este hecho se reflejó
en la naturaleza del sistema de carreteras. Hasta finales del siglo
XVIII la construcción y la reparación de las carreteras
corrieron a cargo de las autoridades locales aunque la corona supervisaba
su mantenimiento. La mayor parte de las carreteras existían
porque eran útiles para los habitantes del lugar o los comerciantes
de ciudades más grandes y, por tanto, los municipios se mostraban
deseosos de ocuparse de su mantenimiento. La corona alentó
este interés porque sus corregidores participaran en las deliberaciones
de los ayuntamientos y ejercían influencia en la toma de decisiones.
La mayor parte de las carreteras eran caminos sin pavimentar. En unos
pocos lugares estaban pavimentados; así, en la España
meridional algunas carreteras importantes tenían las hileras
de piedra que adoquinaban justo la anchura suficiente para las ruedas
de las carretas de bueyes. La construcción de los puentes y
las carreteras de montaña más difíciles con frecuencia
era costeada por varias ciudades como parte de un acuerdo colectivo.
La corona nunca proporcionó fondos para la construcción
de carreteras, aunque con frecuencia concedió a los municipios
el derecho a cobrar peajes o sisas sobre las mercancías para
sufragar los proyectos de construcción de carreteras.
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Camino al borde de un
río, por Adriaan F. Boudewyns, Siglo XVII. Museo
Nacional del Prado, Madrid
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Los
resultados quedaron reflejados en el mapa de carreteras de España
que Juan de Villuga preparó en 1546. Muestra una red de carreteras
bastante densa en el triángulo entre Toledo, Burgos y León.
Esta red estaba incrustada en otra formada por carreteras de larga
distancia, que abarcaba en el norte desde Castilla la Vieja hasta
Bilbao y Santiago, en el este hasta Zaragoza y Barcelona, en el sur
desde Toledo hasta Cuenca y Valencia, y en el oeste desde Toledo hasta
Lisboa. Dos rutas preparadas iban desde Sevilla hasta Castilla, una
por Córdoba y Ciudad Real, y la otra, conocida como Vía
de la Plata, desde Sevilla, pasando por Mérida, hasta Béjar
y Medina del Campo. Durante todo el siglo XVI éste fue el vínculo
fundamental entre los barcos cargados de plata que llegaban hasta
Sevilla y las ferias de Medina del Campo, donde, hasta finales del
siglo XVI,, tanto los comerciantes como los banqueros del rey vendían
productos coloniales y europeos y lana española, a la vez que
establecían relaciones financieras.
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Consecuencias
económicas.
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La riña entre
majos y aldeanos representada por Francisco Goya se desarrolla
frente a una venta en la que se ha detenido una silla
de postas y que sirve de punto de relevo de caballos.
Museo Nacional del Prado, de Madrid.
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La excepcional riqueza
de Madrid creó una red de comercio y transporte orientada hacia
la capital. Ello tuvo consecuencias negativas, pues el Estado aumentó
sus demandas sobre el limitado suministro de transporte y, así,
muchas ciudades y aldeas de España interior se limitaba a contemplar
un pequeño flujo de comercio suntuario a cargo de personas
que volvían de la capital o de arrieros y vendedores ambulantes
que estaban de paso.
De todos modos, como
los caminos mejoraron de manera gradual a fines del siglo XVII y el
XVIII, algunas zonas del interior de España entraron en la
actividad de mercado de más larga distancia. El crecimiento
de Madrid creó una esfera de influencia económica mayor.
Algunas zonas se especializaron en determinadas producciones: trigo
en Castilla la Vieja, vino en la zona de Valdepeñas, en La
Mancha, ganado vacuno para los mercados cárnicos en Galicia,
carbón en la sierra de Gredos y los montes de Toledo. Algunos
centros manufactureros tradicionales continuaron en activo, como la
producción de mantas alrededor de Palencia y tipos especiales
de paños (de lana) en Segovia y Béjar. En estas circunstancias,
la especialización regional se desarrolló con lentitud,
pero en 1800 estaba con toda claridad en marcha y presagiaba cambios
regionales más marcados una vez que el transporte por ferrocarril
estuvo disponible.
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Tipo
de transporte y carretera
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Madrid era el centro
de la red de rutas de transporte españolas del
Setecientos. Vista de la calle de Alcalá a
mediados del siglo XVIII. Óleo de Antonio Joli.
Museo Municipal, Madrid
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En el periodo 1500-1800
no había desplazamientos rápidos. Un mensajero veloz
con despachos reales, cambiando de caballo después de cierta
distancia, podía recorrer 65 kilómetros en un día,
de manera que estaba en condiciones de llegar a Bilbao o Sevilla desde
Toledo en unos seis días. La mayor parte de las mercancías
transportadas a lomos de una mula recorrían unos 25 kilómetros
diarios; si lo hacían en carretas de bueyes, eran 15 kilómetros
diarios. Casi todo el mundo viajaba a pie o a caballo, puesto que,
incluso donde los caminos eran adecuados para carros y carretas, éstos
resultaban incómodos. Felipe II, en sus últimos años,
enfermo e incapacitado para cabalgar, solía viajar a El Escorial
en una litera llevada por sus criados, procedimiento más cómodo
que viajar en un carruaje. Incluso en el siglo XVIII, cuando la familia
real poseía refinados carruajes que usaban en Madrid y sus
alrededores, Carlos III encontraba más cómodo trasladarse
a caballo en largas distancias.
Campesinos-transportistas
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El transporte era una
parte más de la variada actividad del campesino
en el Antiguo Régimen. La era, por Muchel-Ange
Houasse. Principios del siglo XVIII.
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La mayoría de
los servicios de transporte los proporcionaban los campesinos. El
campesino típico mantenía una economía compleja
que incluía cultivos, ganadería, manufacturas simples
(hilo, carbón, carne curada, escobas, calzados sencillos etc.)
y servicios de transporte. A veces, cuando los campos necesitaban
poca atención o después de la cosecha, los granjeros
utilizaban sus mulas, burros y carretas de bueyes para trasladar mercancías
por el país. A menudo se trataba tan solo de trasladar mercancías
desde los productores locales a los mercados de la región.
Otras veces era parte de los intercambios entre comarcas. Pero también
se daba el caso de que estos transportistas casuales trabajaban para
grandes comerciantes o para el Estado.
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Recua de mulas transportando
grano. Detalle de la vista de Jerez de la Frontera, en
Civitates orbis terrarum, de G. Braun y F. Hogenberg.
Siglo XVII. Biblioteca Nacional, Madrid
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Esta forma de transporte
era bastante barata, pero no siempre estaba disponible la mayor parte
de los campesinos-transportistas no podían permanecer fuera
de sus granjas durante más de uno o dos meses al año,
de modo que solo estaban disponibles durante breves periodos en primavera
y otoño, después de la siembra y después de la
cosecha. Para los campesinos, ésta era una forma de emplear
los recursos (hombres y sus animales) que de otro modo habrían
estado desocupados. Así, toda actividad como transportista
que compensara los costes y lo que costaría la manutención
de los animales mientras estuvieran parados mejoraba la situación
económica de la familia del campesino. En consecuencia, en
ciertas estaciones del año la red de carreteras, caminos y
senderos que se extendía a través de España se
encontraba atestada de campesinos y sus animales transportando mercancías
de un mercado a otro.
Los arrieros
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Retrato de Santiago
Alonso Cordero, un rico comerciante del siglo XIX que
pertenecía a un linaje de arrieros de Santiago
Millas y que en el óleo aparece con el traje
tradiciona maragato. Museo Romántico, Madrid
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Un segundo tipo de
transporte fue el de los arrieros, que se distinguía por el
uso de grandes recuas de mulas. Alguno de esos arrieros, los arrieros
cosarios, proporcionaban servicio de transporte para ciertas aldeas
y ciudades. Solían cargar sus mulas con mercancías destinadas
a ciudades más grandes o a ferias. También aceptaban
encargos de sus vecinos para la compra de mercancías en otras
ferias o las ciudades más grandes. Los arrieros cosarios proporcionaban
un servicio regular de transporte y correo para muchas ciudades y
eran especialmente numerosos en Extremadura y Andalucía.
En las carreteras principales
los que más llamaban la atención del viajero eran los
arrieros de recua. Estos transportistas profesionales procedían
en su mayoría de La Mancha, Extremadura, Andalucía y
León, y trabajaban con recuas de 75 a 100 mulas y seis o siete
arrieros. Llevaban una amplia gama de mercancías además
del trigo y el vino que consumían las grandes ciudades. Bien
organizados y con horarios regulares, los arrieros de recua también
transportaban una amplia variedad de mercancías comerciales
desde los puertos de mar hasta el interior. En el siglo XVI, los destinos
principales en el interior eran Toledo y Valladolid; desde comienzos
del siglo XVII el único mercado realmente importante era Madrid.
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Vista de Santiago de
Millas, León, uno de los principales centros de
la antigua arriería de la Maragatería.
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Varias regiones y comunidades
españolas se dedicaban a la arriería, pero el grupo
más característico fue el de los arrieros maragatos.
Los maragatos vivían en una comarca del obispado de Astorga,
en el rincón noroeste de León. Administraban grandes
fincas dedicadas a la agricultura y al mantenimiento de sus recuas
de mulas. Los maragatos eran famosos por sus costumbres, la endogamia
que practicaban y su aislamiento de las otras comunidades. En el siglo
XVI los hombres adultos pasaban la mayor parte del año con
sus recuas, viajando entre los puertos de mar y Galicia, Asturias
y Cantabria y las ciudades del interior de Castilla la Vieja. Una
vez que Madrid se convirtió en la principal ciudad de la Meseta,
cambiaron sus rutas para incluir la capital. Eran famosos por la manera
en que protegían sus cargamentos y se los consideraba los transportistas
más seguros, a quienes podían confiarse mercancías
valiosas.
Los carreteros
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Casa tradicional de
los carreteros y arrieros. Canicasa de la Sierra, Burgos
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Otros transportistas
que se veían con frecuencia en los caminos eran los carreteros
profesionales. Procedían de diversas zonas montañosas
y boscosas de España: por ejemplo, de la zona entre Soria y
Burgos -donde existían varios municipios que poseían
bosques de pinos entre sus tierras de propios-, de la comarca de la
sierra de Gredos centrada en Nava redonda de Gredos, de los valles
de La Montaña cántabra, o de la parte norte de la provincia
de Burgos. Otros provenían de aldeas de la provincia de Cuenca
y de lo que ahora son las provincias de Granada y Málaga.
Estas comunidades,
estrictamente organizadas, mostraban ciertas peculiaridades. Transportaban
mercancías en carros de dos bueyes, acompañado de uno
o dos animales de reemplazo. Muchas comunidades de carretería,
en especial las de Soria y la sierra de Gredos, mantenían su
suministro de bueyes mediante la cría de ganado vacuno. Para
esta última tarea practicaban un sistema de migración
estacional similar al de la Meseta: durante los meses de verano mantenían
su ganado cerca de sus casas en las montañas o lo utilizaban
para sus viajes por España, mientras que en los meses de invierno
no lo hacían pastar en pastos arrendados en Castilla la Vieja.
Extremadura y La Mancha. De este modo combinaban ocho o nueve meses
de trabajo de transporte cada año con tres o cuatro meses de
pastoreo. Puesto que el clima hacía los muchos caminos se volvieran
intransitables para las carretas durante el invierno, lo lógico
era dar buenos pastos a sus bueyes y permitirles acumular fuerzas
para el año siguiente.
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Los maragatos. Gracias
a su forma de honradez y eficacia, se encargaban del correo
más comprometido; incluso la Inquisición
recurría a ellos para las misivas más delicadas.
Maragato del siglo XVIII. Colección particular,
París
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Estos carreteros estaban
organizados como empresas cooperativas. Las carretas y los bueyes
eran propiedad de varias personas de la aldea, pero los empleaban
administradores o mayorales. Las carretas, organizadas en hileras
de veinte o treinta, formaban caravanas bajo la dirección del
mayoral y de siete a diez boyeros. Cada carreta podía llevar
unos 500 kg, aunque algunas construidas al efecto conducían
cargas más pesadas. Este transporte era muy lento, puesto que
una caravana de carretas solo podía viajar unos 15 kilómetros
por día, pero era una forma de transporte que podía
llevar objetos grandes y pesados, como madera y piedra de construcción.
La mayoría de
los arrieros y los carreteros profesionales formaban parte de la Cabaña
Real de Carreteros y Arrieros,una asociación parecida a la
Mesta que
disfrutaba de un acceso preferente a los pastos de invierno lo que
provocaba conflictos con los municipios. Por su parte, la Cabaña
estaba expuesta a que sus servicios de transporte fueran embargados
por la corona, que, como compensación por los privilegios concedidos,
podía obligar a los arrieros y los transportistas a trabajar
para el Estado, incluso abandonando los cargamentos de particulares.
Así, pagando el porte en vigor, la monarquía tenía
prioridad en la contratación de los transportistas de la Cabaña
Real con el fin de trasladar suministros para el ejército y
de transportar materiales de construcción para el palacio real
y trigo y combustible para Madrid, especialmente en los periodos de
escasez.
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Viajes
por España en diligencia
Hasta la llegada
del ferrocarril a mediados del siglo XIX, viajar por España
era una aventura incómoda, a menudo peligrosa y siempre extremadamente
gravosa, como recrearon numerosos relatos de escritores extranjeros.
Acostumbrado
a la rapidez y comodidad de los modernos medios de transporte, le
resulta difícil al hombre moderno comprender otra modalidad
de viaje distinta a la que implica el desfile veloz del paisaje
por el otro lado de una ventanilla. Sin embargo, hasta hace relativamente
poco tiempo, viajar era poco menos que una extravagancia, y en cualquier
caso una actividad tan incómoda como insegura.
Y
más aún si nos remontamos un par de siglos y atendemos
al caso de España, un país con un atraso relativo
respecto al modelo europeo occidental y con fuertes contrastes geográficos
y climáticos, factores desconocidos en muchas ocasiones por
los viajeros foráneos. No se trata de una mera cuestión
anecdótica, pues puede sostenerse, sin caer en la exageración,
que muchos juicios desfavorables del país tuvieron su origen
en las dificultades de la ruta y en los sinsabores del camino.
Bastaba
por ejemplo no hallar una hospedería confortable y una cena
adecuada tras una ajetreada o cansina jornada, dando tumbos en un
carricoche inmundo, para que el viajero se sintiera poco propicio
a encontrar encanto alguno a su alrededor. La fisonomía de
buena parte del interior de España no contribuía a
crear un marco idílico para el viajero: sol, calor, polvo,
sequedad, llanuras inhóspitas sin arbolado, rocas desnudas,
barrancos secos, montañas peladas... Demasiada para unos
visitantes acostumbrados por lo general a un clima templado y que
valoraban la vegetación y el agua en sus múltiples
formas.
Rafael
Núñez Florencio, historiador y colaborador en
el CEH del CSIC, recrea en este número los azarosos desplazamientos
por la Península a través de los relatos de escritores
extranjeros.
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