Auque a escala
reducida, ya en siglos pasador surgieron ideas y movimientos
que revindicaban mayores derechos y nuevas tareas para la
mujer en ámbitos y en materias que desde siempre venían
siendo exclusivas de los varones.
Eran tímidos rayos
de nueva luz que aún tardarían mucho tiempo
en tomar fuerza y difusión universal.
En las postrimerías
del siglo XV, cuando se adivinaban las luces de
la Modernidad, luchaban entre sí dos ideas antagónicas
de las cuales una, más radical y más generalizada,
relegaba a la mujer de todo estado y condición a la
obscura intimidad de las tareas y dirección exclusiva
del hogar. La otra, más incisiva y menos difusa, defendida
por Suero de Rivera, Gómez Manrique, Enrique de Villena,
Alfonso de Cartagena y el monje agustino fray Martín
de Córdoba, propugnaba que la mujer tuviera una formación
más amplia, para que también fuera del hogar,
pudiera actuar a una con el hombre como su compañera
de idéntica capacidad y dignidad.
En obras escritas como Jardín
de Nobles Doncellas de fray Martín de Córdoba
o los doce trabajos de Hércules de Enrique de Villena
y otras, se ponen de manifiesto las buenas cualidades de la
mujer más inclinada al bien, a la virtud en general,
con envidiable fuerza moral y otras capacidades con las que
muchas mujeres en todos los tiempos, superaron y sobresalieron
por encima de las posibilidades del hombre en muchos campos
de la vida, incluido el ejercicio de la política, el
gobierno de los pueblos e incluso de la milicia.
Pero es hoy cuando con toda
pujanza y universalidad se está abriendo paso con la
mayor lógica y dentro de la más estricta justicia,
un movimiento que reclama derechos para la mujer ya que el
Creador los creó hombre y mujer, con idéntica
filiación divina, con igualdad en la dignidad de sus
almas y con los mismos derechos y obligaciones en el desarrollo
de sus vidas.
No proferimos incongruencia
alguna si afirmamos que la Reina Isabel la Católica
con su condición de <<mujer cabal>> con
su femineidad exquisita, se anticipó en su siglo a
las reivindicaciones, hechas realidad, gracias a su tesón,
de los cometidos que hasta entonces habían sido exclusivos
de los hombres. Fue pionera, pero además lo extendió,
he hizo partícipes en su empeño a muchas mujeres
que se movían en su entorno. Isabel fue mujer moderna
en el concepto renacentista de la palabra porque adquirió
y puso en ejercicio su intensa formación humanista
de carácter cristiano. Se propuso hacer demostración
de que la mujer de su tiempo estaba capacitada para entrar
con todo derecho en los campos cultural, científico,
docente, etc. sin tener que abjurar de su feminidad que es
adorno característico y nobilísimo de la mujer
y sin hacer dejación del resto de virtudes tradicionales
de la mujer. Ya no se circunscribían a las labores
de hilar y tejer, bordar y demás tareas puramente domésticas,
pues irrumpieron en terrenos hasta entonces vedados. Isabel
se lanzó por caminos de la modernidad en su faceta
de reina, asumiendo las cualidades que el movimiento renacentista
asignaba al representante del Estado y que, como muy bien
exponía Maquiavelo, debían ser: piedad, lealtad,
integridad, compasión, religiosidad, laboriosidad,
magnanimidad, valor, gravedad, fuerza de voluntad, etc. Isabel
por raro milagro de la naturaleza, las poseía y puso
en juego todas.
La rehabilitación de
los valores de la persona, realzados y sublimados por el rescoldo
de las luces culturales de la antigüedad clásica
greco-romana, más un entusiasmo por los valores de
la naturaleza, iban a ser causa de la aparición en
los inicios del siglo XV de un nuevo tipo de hombre, -el hombre
moderno- cuyo estilo de vida habría de crear una modalidad
específica en el desarrollo de la vida humana.