La reina Católica será
la protectora de las letras y de las artes y su persona será
parte integrante del movimiento feminista que acoge y hace
compatible con el espíritu religioso y aún con
el halo medieval, en conjunto admirable. Diego Clemencín
se pondrá a la cabeza de cuantos han estudiado la faceta
humanista de Doña Isabel. Es su Elogio de la Reina,
dirá que tan pronto ciñó la corona, se
ocupó de implantar en sus reinos la virtud y la ilustración
sin las cuales las naciones, en la ciénaga del vicio
y en la oscuridad de la ignorancia, pronto o tarde pierden
hasta su independencia.
Salamanca, emporio de las
letras, era favorecida por Isabel con leyes y privilegios
que favorecían a su Estudio. Mujer de excelente ingenio,
<<excedió a todas las reinas por sus virtudes,
por sus gracias, por su saber, mujer prudentísima y
sabia, discreta...>> en frase de Bernáldez que
corroboran Lucio Marineo Sículo, Pedro Mártir
de Anglería y otros varones cultos.
Su intensa formación
cultural y afición por el saber, la heredó de
su padre quien hablaba y entendía muy bien el latín,
era incansable lector de toda clase de libros, gustaba de
la poesía y de la música según nos dice
Péres de Guzmán en su libro sobre <<Generaciones
y semblanzas>>.
Isabel la de infanta, durante
su niñez en Arévalo al lado de su madre y de
su abuela materna, aprendió los rudimentos de la Gramática,
pintura, poesía y a comportarse como mujer culta y
bien educada. Se internaría ya en los rudimentos de
la lengua latina que más tarde ampliaría y perfeccionaría
habiendo logrado dominarlo. La caza como pasatiempo y la equitación
eran complementos de su formación. Luego de su matrimonio
con Don Fernando, Rey de Sicilia, antes de ser reina, tuvo
tiempo de profundizas en formación filosófica,
teológica, música, canto y danza. Gustaba de
conversar con personas doctas de las que aprender y huía
de la mentira y de la doblez, de las hechicerías, agoreros
y adivinadores. Cuando se decidió por el aprendizaje
de la lengua latina, no solo pretendía desenvolverse
algún día con soltura en los medios diplomáticos
en los que la lengua del Lacio era instrumento necesario sino
para poder saborear en sus originales las obras de los clásicos
y lo que era aún más importante para su alma
de ferviente cristiana, entender y gustar con mayor placer
los textos de los salmos y demás piezas litúrgicas
de las Sagradas Escrituras y de las Horas Canónicas
que ella recitaba con asiduidad. Se lamentaba una y mil veces
de que las monjas que recitaban a diario el Oficio Divino
con salmos y oraciones no alcanzasen a degustar tan sabroso
alimento espiritual por ignorar el latín e hizo cuanto
pudo para que se las tradujesen aquellas piezas o que de modo
decidido acometiesen el estudio del latín. Ella misma
se integraba en los Coros monacales o catedralicios o en los
oficios de sus propios capellanes en la capilla palatina.
Tanta era su competencia y su exquisita piedad que, como dice
Lucio Marineo Sícula <<escogía los sacerdotes
muy sabios y diestros en las cosas sagradas y ceremonias de
la Iglesia. Así mismo tenía moços de
capilla para los cuales tenía maestros de letras y
de canto muy doctos que los enseñaban... era tanta
su atención que si alguno de los que celebraban o cantaban
los psalmos o otras cosas de la Yglesia errava alguna dición
o syllaba, lo sentía y lo notava y después como
maestro a discípulo se lo enmendaba y corregía.
Acostumbrava cada día dezir todas las Horas Canónicas
demás de otras muchas votivas y extraordinarias devociones
que tenía>>.