Dos
Isabeles que cambiaron España
Ambas
marcaron para siempre nuestra Historia. Isabel la Católica
apoyó decisivamente el descubrimiento de América,
impulsó la Reconquista y expulsó a los judíos
y los mudéjares de España. Isabel II inauguró
las monarquías constitucionales. La primera murió
el 26 de noviembre
de 1504, en Medina del Campo, en pleno apogeo de su reinado;
la segunda de cuyo fallecimiento se cumple este fin
de semana su centenario, el 9 de abril de 1904 en su
exilio parisino. Para homenajear las figuras de ambas, Magazine
ha encargado al historiador Manuel Fernández Álvarez
y a la periodista y escritora María Teresa Álvarez
novedosas semblanzas de estas dos mujeres.
Isabel II (1830-1904). Hija de Fernando VII y de María
Cristina de Borbón. Al morir su padre accedió
al trono; tenía tres años (reinó hasta
los 38). Se casó con Francisco de Asís en 1846
y tuvieron nueve hijos.
500
años de su muerte
Isabel
la Católica, genial y ambiciosa
A
los 17 años, esta infanta que no había nacido
para reinar decidió convertirse
en monarca. Consiguió ser proclamada princesa heredera,
se casó con quien quiso y luchó para que nadie,
ni siquiera su esposo, pusiera en duda que ella era la propietaria
de Castilla.
por
Manuel Fernández Álvarez. fotografías de
Rosa Muñoz
Siendo
Isabel la Católica uno de los más grandes personajes
de nuestra Historia, si no el más grande, se podría
pensar que la labor de nuestros historiadores habría
dejado en claro todo su perfil, tanto físico como moral,
así como los principales aspectos de su tarea como gobernante.
Sin embargo, en no pocos casos las dudas subsisten, con lo cual
la polémica siempre está en el aire. Empezando
por su porte físico y por su carácter. ¿Ante
quién estamos? ¿Era hermosa la reina? ¿Qué
dicen los contemporáneos? ¿Cómo aparece
en sus cuadros y en sus estatuas? Y en cuanto a su carácter
habría menos dudas: tenemos por cierto que fue mujer
animosa, de temple viril, como la señalan sus cronistas.
Pero, ¿siempre? ¿No acusó nunca algún
recio temor?
Trataremos
de ahondar sobre ello, porque en este apartado habría
que meter sus relaciones con Fernando, con sus fuertes escenas
de celos; ahora bien, los celos suponen, entre otras cosas,
inseguridad en las relaciones amorosas, dudas no sólo
sobre la pareja, sino también sobre el propio comportamiento,
la propia capacidad para amar y para ser amada, y no desplazada
por la rival de turno. Esto es, los celos son también
recelos; para Isabel, celos de su hombre, como diría
una mujer del pueblo, de aquel Fernando que tan mujeriego era
y ya desde muchacho, desde antes de conocerla; pero también
recelos sobre ella misma, sobre si el paso de los años
la había hecho perder su capacidad de seducción.
Con lo cual se nos viene al punto una sabrosa pregunta: ¿Nos
imaginamos a Isabel como una gran seductora? ¿Fue mujer
capaz de despertar grandes pasiones?
Eso,
por un lado. Pero no deberán quedar ahí nuestras
pesquisas. También deberemos acercarnos a la mujer de
Estado, al quehacer de la gran reina para vislumbrar algunos
aspectos poco o mal conocidos en torno a su escalada al poder.
Empecemos,
pues, con el aspecto físico de la reina. ¿Era
hermosa Isabel? En nuestra retina campea la imagen más
conocida de la reina, aquélla que nos ofrece el pincel
de Juan de Flandes, en el cuadro que custodia la Real Academia
de la Historia. Y ciertamente, esa mujer tiene empaque, tiene
grandeza, pero no tiene belleza: sin duda, los años no
han pasado en balde y han dejado su huella. El tiempo ha destruido,
con amarga indiferencia, aquello que de hermoso pudiera haber
existido en Isabel.
Pero
seamos justos. Tampoco le favorece su atuendo monjil, esa toca
con que se cubre la cabeza. Además, una doble barbilla
incipiente, las bolsas bajo los ojos y los mofletudos carrillos
muestran, crueles, el paso de los años. Por lo tanto,
estamos ante la reina en la última etapa de su vida.
Pero, ¿fue siempre así? Para saberlo no nos ayudan
demasiado los cronistas en sus descripciones, porque lo hacen
teniendo ante sí a la reina en la cumbre de su reinado.
Así, Fernando del Pulgar no nos describe tampoco a una
mujer hermosa, sino sólo que era de buen porte.
Esta
reina nos dice era de mediana estatura, bien compuesta
en su persona, muy blanca e rubia.... (1)
Es
preciso acudir a los artistas que la pintaron cuando era joven.
A este respecto
el cuadro más significativo esel que posee la Colegiata
de Toro, el cuadro anónimo, pero de la escuela flamenca,
que se conoce como el de La Virgen de la Mosca.
Se
trata de una auténtica obra maestra, compuesta en las
últimas décadas del siglo XV. Se ha discutido
si la joven devota representada a los pies de la Virgen es la
figura de una santa o de la reina Isabel. Para mí no
cabe duda alguna. Tanto la cabeza, adornada con la corona regia,
como la espada que asoma bajo el manto nos señalan con
toda precisión que no sólo se retrata a una reina
joven, sino a quien, como dueña del símbolo de
la justicia, es una reina propietaria, no una reina consorte.
Y ésa, en la Europa de fines del siglo XV, no puede ser
otra que Isabel de Castilla, que en diciembre de 1474, cuando
se proclama como tal en Segovia,
en la solemne ceremonia que recorre las calles de la ciudad,
se hace preceder por un noble, Gutierre de Cárdenas,
portador de la espada, como símbolo de que ella es la
soberana que ha heredado el trono y a la que corresponde por
lo tanto impartir justicia. Que de tal modo nos describe la
escena el cronista, en este caso Diego de Valera: Éste
llevaba delante de ella la reina una espada desnuda
de la vaina....
¿Y
eso, qué sentido tenía? ¿Qué valor
le daba aquella sociedad? El cronista nos lo precisará:
... Para demostrar a todos cómo a ella correspondía
castigar a los malhechores, como reina de estos reinos y señoríos....
(2)
Merece,
pues, la pena que nos centremos en este cuadro. ¿Con
qué nos encontramos? Con una joven reina en la plenitud
de su belleza, con una amplia cabellera rubia que le cuelga
por los hombros, vestida con un hermoso traje de generoso escote,
al gusto renacentista, si bien llevando el busto cubierto por
una fina blusa blanca con pliegues. A la reina se la presenta
sentada en una silla baja, con la mirada reflexiva, con el libro
de la sabiduría abierto en su regazo. Y lo que es más
significativo, como ya hemos señalado con la espada,
símbolo del soberano que imparte justicia, asomando a
los pies.
No
sabemos quién fue el autor de este delicioso retrato.
Por entonces, hacia ?48?, sabemos que Isabel se hizo retratar
por un pintor joven venido del norte de Europa, Michiel Sithium
o Sitow, del que el Kunsthistorisches Museum de Viena posee
una hermosa tabla, que es el retrato de la infanta Catalina,
futura reina de Inglaterra. Y lo que es más importante:
en el inventario de las obras de la pinacoteca que tenía
Margarita de Austria en Bruselas aparece esta reveladora cita:
Una tablita de la cabeza de la reina doña Isabel
en su edad de XXX años, hecha por el maestro Michiel.
(3)
Juventud.
Por lo tanto, tenemos la prueba documental de que hacia ?48?
la reina, en aquella tregua que parece darle la vida, una vez
superada la guerra civil, en aquella lucha contra los partidarios
de la princesa Juana, y cuando todavía no se había
iniciado la dura guerra contra el reino nazarí de Granada,
que la tendría tan atada la década siguiente,
quiere hacerse retratar. En ese momento, y en esa edad tan peculiar
como es cuando se alcanza la treintena, la reina está
en un plácido momento y quiere ser perpetuada por el
arte.
¿Y
no es ésa la edad que aparenta la joven reina del cuadro
que posee la Colegiata de Toro? Ciertamente que no deja de asombrar
que acabe en ese destino, en Toro, y no siguiera perteneciendo
a las obras de arte que custodiaba la Corona. Pero también
para esto existen indicios razonables. Pues ocurrió que
a la muerte de la gran reina, la mayor parte de los cuadros
de su colección salieron a la venta, y precisamente en
Toro (4). Eso explicaría el que alguno
de ellos quedase en la ciudad, acaso el que ahora nos interesa,
por propia donación de la reina a la Colegiata. Era un
lugar muy peculiar en la geografía sentimental de la
reina. En Toro había ganado su marido, el rey Fernando,
aquella batalla decisiva que había despejado todas las
dudas sobre quién sería la reina de Castilla.
Recordemos
la carta de Fernando en la que daba cuenta a la reina de aquella
notable victoria: Haced cuenta de que en esta jornada
Nuestro Señor os ha dado toda Castilla....
(5)
Por
lo tanto, podemos volver al cuadro de La Virgen
de la Mosca. Porque aquí sí que estamos ante
una hermosa joven, en la plenitud de su belleza, una joven rubia,
blanquísima de cutis, con la mirada concentrada, como
si meditara en algún gran proyecto, con un libro abierto
en su regazo, en el que señala con sus dedos un pasaje.
Es la estampa de una joven reina, segura de sí misma,
sabia y justiciera.
Por
lo tanto, Isabel, dueña de su destino, cuando frisa los
30 años. Y aquí sí que tenemos ante nosotros,
antes de que el tiempo hinque sus feroces dientes, una bella,
hermosa, seductora mujer, muy blanca y muy rubia, tal como la
querían y la cantaban los poetas del Renacimiento, en
sus versos a sus enamoradas. Admitamos, pues, y de buen grado,
que Isabel fue hermosa en su juventud. ¿Capaz, incluso,
de despertar pasiones? Pues hasta ese punto, si hemos de creer
a su joven marido, el rey Fernando, por sus lamentos cuando
se veía obligado, a poco de su matrimonio, a dejar a
la amada para visitar en solitario alguna parte del Reino, por
obligaciones de Estado.
En
efecto, existe en ese tiempo un lamento de Fernando, poco conocido,
en el que se trasluce la pena del enamorado por dejar atrás
a su amada.
El
recuerdo de la amada le impide conciliar el sueño: ...
No puedo dormir.... (6)
Además,
le llegaban correos de la Corte, pero sin cartas de la reina.
¿Eso cómo había que entenderlo? ...
sin cartas se vienen....
Es
la queja desconsolada de Fernando. Y añade, apuntando
sus celos: ... no por mengua de papel ni de saber escribir,
salvo de mengua de amor....
¿Podía creerse? ¿El amor ya era fruta perdida,
agua pasada? Fernando no lo puede admitir. Todo tendría
que volver a sus principios, todo tendría que ser como
antes. Y exclama, esperanzado: ... Algún día
tornaremos en el amor primero.... (7)
Los
celos de Isabel vendrían después. En esos primeros
años, ella es la mujer altiva, la gran vencedora, la
hermosa princesa que reinaba no sólo en Castilla, sino
también en el corazón del rey Fernando.
En
cuanto a la escalada al poder de aquella infanta que parecía
que no había nacido para reinar, pero que pronto iba
a demostrar a propios y extraños que estaba dispuesta
a ello, y con la mayor entrega, apreciamos tres momentos decisivos:
el primero, cuando arranca de su hermanastro Enrique IV, en
las Vistas de Guisando, que la reconozca como princesa heredera
del trono, postergando a la princesa Juana, pese a que era la
hija del monarca; el segundo, cuando impone su boda con el príncipe
Fernando de Aragón, enfrentándose al rey, que
preparaba para ella otros esponsales: los negociados con Alfonso
V de Portugal, que hubieran llevado rápidamente al trono
a Isabel, pero como reina consorte y desplazándola a
la corte de Lisboa, junto a un monarca ambicioso que le doblaba
la edad. Eso hubiera sido anular los planes de Isabel, alejarla
de Castilla, donde ella tenía su fuerza, y convertirla
en comparsa de lo que se decidiera en la corte portuguesa.
Otro
era el protagonismo que anhelaba Isabel, y sobre ello volveremos.
Porque antes debemos apuntar al tercer momento en la impresionante
escalada de la otrora infanta de Castilla al trono; y es su
proclamación como tal, a la muerte de Enrique IV, en
ausencia de su joven marido, Fernando, a la sazón en
tierras de Aragón, lo que llevaría a una delicada
crisis en el matrimonio resuelta admirablemente en la llamada
Concordia de Segovia. Desde ese punto y hora, desde ese momento
en que Isabel se ve en el trono, en armonía con Fernando,
puede afirmarse que empieza su verdadero reinado. Tendrá
que afrontar no pocos graves problemas de Estado, pero de todos
saldrá airosa, y de tal forma, que provocará la
admiración tanto dentro de España como en el resto
de la Europa occidental.
Asistamos,
pues, a lo más llamativo de esos últimos acontecimientos
que acabamos de señalar: al de su boda, con Fernando,
primero, y al de la brillante superación de la crisis
matrimonial con esa Concordia de Segovia, que hemos citado.
El
matrimonio, en primer lugar. Algo que hoy podría considerarse
como cuestión sencilla, privativa de los que desean realizarlo,
cuándo, cómo y con quien quieran hacerlo; pero
nunca lo ha sido, tratándose de una boda principesca,
y menos en aquellos tiempos, entre medievales y modernos. De
entrada, Isabel parecía sujeta a lo que dictase en ese
apartado su hermanastro, el rey Enrique IV, conforme a lo acordado
en las Vistas de Guisando, dado que allí se había
especificado, sin dejar lugar a dudas, que la princesa Isabel
no se casaría sin mediar el consentimiento del rey, aunque
añadiendo que teniendo en cuenta también la libre
voluntad de la princesa. Cláusula ambigua, que podía
conciliarse con un pretendiente aceptado por todos, pero que
podía también provocar un conflicto en el que
ambas partes se llamaran a engaño.
Jugada
estratégica. Como es bien sabido, el conflicto estallaría.
Isabel, en su simulado cautiverio de la Corte enriqueña,
tuvo noticias de cómo se fraguaba a sus espaldas la boda
con Alfonso V de Portugal. Apoyándose en que eso vulneraba
los acuerdos de Guisando, puesto que nadie había pedido
su conformidad, negoció a toda furia la boda con su primo
Fernando, con unas condiciones que le permitieran tomar todo
el protagonismo político que ella ambicionaba y sin salir
del reino que era su centro natural: Castilla.
Pero
surgió una dificultad, que hubo que vencer con audacia:
se trataba de que el parentesco entre los dos príncipes
eran primos segundos obligaba a dispensa expresa
del Papa. Ahora bien, Paulo II que era entonces el Papa
reinante ya había expedido una licencia similar
para la boda, no de Isabel con Fernando, sino de Isabel con
Alfonso V de Portugal, con el que también tenía
parentesco la princesa castellana. El Papa la había mandado
a petición del rey Enrique IV. ¿Cómo iba
a enviar ahora otra, tal como pedía la diplomacia isabelina?
¡Hasta podía pensarse que en Roma se fomentaba
la bigamia!
De
ese modo, la negativa romana ponía a Isabel en una difícil
situación. Frente a las presiones de Enrique IV se trataba
de actuar con rapidez, con la política de los hechos
consumados. ¿Habría que esperar a que un nuevo
Papa concediese lo que tan obstinadamente se negaba a dar aquel
Paulo II? Evidentemente, y aunque la media de vida de los papas
en la época del Renacimiento fuera muy baja, ésa
no era la salida. ¿Qué hacer entonces? Algo eficaz
y urgente, aunque conllevara un alto riesgo: fabricar una bula
falsa.
No
sabemos bien a quién se le ocurrió la idea, pero
lo que sí hay que dar por seguro es que tanto Isabel
como Fernando estuvieron al tanto de ello y lo aprobaron. ¡Cómo
no iban a darse cuenta de que la bula que se manejaba estaba
firmada por otro Papa, en este caso, Pío II, que había
muerto cuatro años antes! ¿Censuraremos a Isabel,
a aquella joven princesa de 18 años, por ello? ¡Al
contrario! Para mí, con ello estaba demostrando su talento
político, su firmísima voluntad de superar los
mayores obstáculos, en aquel momento tan trascendental
de su existencia (tanto bajo el punto de vista familiar como
del político), y su claridad de ideas. Lo otro hubiera
sido como renunciar a lo que ya había conseguido en las
Vistas de Guisando: ser la heredera del trono de Castilla.
Añadamos
que todo salió a la perfección, con el matrimonio
celebrado en Valladolid en octubre de 1469, oficiado nada menos
que por el prelado Carrillo, arzobispo de Toledo. Claro que
ello trajo consigo el que Enrique IV reaccionara violentamente,
dando por nulos los acuerdos de Guisando, y acusando a Isabel
de haberlos quebrantado.
Pero
tardó demasiado en hacerlo en torno al año,
como si no estuviera demasiado convencido de la razón
que le asistía. De hecho, Isabel pudo replicarle con
ingenio, en su famoso manifiesto de ?47?, que circuló
por toda Castilla. ¿Acaso no había sido el propio
rey, el mismo Enrique IV, el primero en romper lo pactado, negociando
a espaldas de la princesa su boda con el monarca portugués?
Y de esa forma, no sin fina ironía, concluía Isabel:
... por manera que yo no era obligada a guardar nada
de lo prometido....
Añadiendo
la nota irónica que dejaba en ridículo al rey,
poniendo al descubierto su oscura trama: ... si agora
no hay algunas leyes nuevas que apremien a que se guarde la
fe a los quebrantadores della.... (8)
Eso
sí, consciente de que pisaba un terreno resbaladizo,
en cuanto a la bula falsa empleada en su boda, soslaya hábilmente
la cuestión, arguyendo que de aquello el rey no era quién
para juzgarla: ... a esto non conviene respuesta, pues
su señoría non es juez deste caso....
(9)
Asalto
al poder. De esta forma, la entonces princesa Isabel salió
airosa del enfrentamiento con su hermanastro. Y lo cierto es
que, con algunos vaivenes, logró restablecer una relación
cordial. Y aunque algún miembro de la alta nobleza que
se le mostraba hostil, como el marqués de Villena, intentó
enturbiar el ambiente, al final los acontecimientos se precipitaron.
La muerte sorprendió tanto al marqués de Villena
como a Enrique IV e Isabel pudo proclamarse reina de Castilla.
Sería en Segovia y en la jornada del 13 de diciembre
de 1474. Daría comienzo, entonces, el tercer asalto y
decisivo para la conquista del poder.
Porque
no pocos esperaban que fuese la oportunidad de Fernando, su
marido. Pero Isabel lo tenía muy claro. Practicando una
vez más la política de los hechos consumados,
no dejó pasar la oportunidad que le brindaba el que a
Fernando la muerte de Enrique le cogiera desprevenido en tierras
de Aragón.
De
forma que Isabel pudo imponer su decisión, bien apoyada
por algunos miembros de la alta nobleza que estaban con ella.
Enrique IV había muerto en el viejo alcázar madrileño.
Isabel se hallaba entonces en Segovia, adonde le llevó
la noticia un correo despachado a uña de caballo. E inmediatamente,
tras de celebrar las exequias fúnebres en memoria de
su hermanastro Enrique IV, ordenó su proclamación
como nueva reina de Castilla. No se olvida, ciertamente, de
su marido Fernando. Pero ella quiere aparecer en primer término,
como la nueva reina de Castilla. De modo que la proclamación
vendría a su favor: ... como a reina y señora
natural nuestra e de aquestos regnos de Castilla....
¿Se
olvidaba Isabel de su marido? No, ciertamente; pero mencionándolo
en segundo lugar. De forma que la proclamación de Isabel
como reina terminaba de esta forma: ... Con el rey
don Fernando, su legítimo marido.... (10)
¿Ya estaba todo resuelto? ¡No! Porque había
alguien que podía protestar y que lo haría: el
mismo rey Fernando.
En
efecto, Fernando se creyó postergado e incluso sospechó
que su mujer se había aprovechado de su ausencia para
marcar su protagonismo. ¡Incluso, un noble, Gutierre de
Cárdenas, había llevado delante de ella una espada
desnuda! ¡Y la espada era el símbolo de quien administraba
la justicia!
Fernando
acusaría el golpe. Entre los suyos se lamentaría:
que alguien le aclarase lo que consideraba como un agravio,
puesto que a él, que era el rey y el marido, se le apartaba
de las funciones tradicionalmente vinculadas al hombre: Quisiera
que me dijéseis sería su lamento ante los
suyos si hay en la antigüedad algún antecedente
de una reina que se haya hecho preceder de ese símbolo,
la espada, amenaza de castigo para sus vasallos.
¿No
suponía eso una sospechosa novedad? Tal creía
Fernando, de forma que añadiría: Todos
sabemos que se concedió a los Reyes; pero nunca supe
de Reina que hubiese usurpado este varonil atributo.
(11)
¡Menudo
conflicto! Un conflicto que estaba en el ambiente en el
mismo aire que se respiraba. Y hasta tal punto que un contemporáneo,
hombre muy vinculado a la Corte, exclamaría alarmado:
Pues es cierto que el Reino no recibe muchos reyes
y el reinar no comporta compañía. (12)
Y
es cuando vemos intervenir otra vez a Isabel, con la firmeza
y la habilidad que le caracterizaban. Recibió con los
mayores honores a Fernando en Segovia y le hizo ver que, aunque
las normas fueran las normas y las leyes del reino eran las
que le hacían reina soberana de Castilla, mientras ella
viviera, Fernando sería el rey, porque no en vano era
su marido: ... Todavía vos, como mi marido,
sois rey de Castilla, e se ha de facer en ella lo que madáredes.
(13)
Ya
sólo faltaba que un documento, debidamente firmado, dejase
zanjada la cuestión. Y eso es lo que la Historia conoce
con el nombre de La Concordia de Segovia; una concordia que
marcaría una paridad en el gobierno entre ambos cónyuges.
Sería
lo que el pueblo concretaría en una frase que, aunque
desvirtuando sus orígenes, vendría a reflejar
con bastante exactitud la realidad del momento: Isabel
como Fernando, tanto monta, monta tanto.
Ya
estaba el asalto al poder consumado. Ya Isabel había
logrado su anhelado objetivo, tras de aquellas tres espectaculares
escaladas: la primera, la de ser reconocida princesa heredera,
dejando atrás su condición secundaria de mera
infanta de Castilla; la segunda, la de su matrimonio a contrapelo
de lo que pretendía y maquinaba el rey Enrique IV; su
matrimonio con el príncipe Fernando, un adolescente como
ella en realidad, Isabel le llevaba un año,
que la había de tratar como su igual, aportando cada
uno, como lo hacían, una corona: Isabel la de Castilla
y Fernando la de Aragón. Y por último, aquel forcejeo,
ya en el trono, para que nadie pusiese en duda, y menos su propio
marido, que ella era la reina propietaria de Castilla.
Y
eso era muy importante, porque suponía una armonía
en la cumbre, una armonía entre los dos cónyuges
que iba a tener su espectacular reflejo mucho más allá
de la buena convivencia familiar (truncada, todo hay que decirlo,
en los últimos años por las infidelidades de Fernando
y por los celos de la reina), propiciando un fantástico
despliegue de las grandes empresas de Estado, como nadie hubiera
sido capaz de pensar 20 años antes: la victoria en la
guerra civil con el añadido de la paz con Portugal, que
sería uno de los ejes diamantinos de la política
exterior española durante más de un siglo; la
pacificación de aquella Castilla tan revuelta por las
bandas señoriales, hasta el punto de que cualquier pobrecillo
como dirían los cronistas podría pedir
justicia frente a los caballeros y alcanzarla, cuando suya era
la razón. Y, sobre todo, la gran empresa de Granada,
la increíble, la fantástica acometida al reino
nazarí granadino, que suponía lo impensable: que
al fin, tras tantos siglos de combatir al islam, toda España
fuera una nación más de la cristiandad, con lo
que se haría más y más europea.
Herencia.
Es cierto que aquella larga guerra por Granada, con su signo
de guerra santa, exacerbaría los sentimientos religiosos,
lo que traería una penosa consecuencia: la implantación
de la dura y cruel Inquisición, que pondría una
sombra en aquella sociedad, y que dejaría una penosa
herencia a las siguientes generaciones; todo ello entre el siniestro
resplandor de las hogueras contra los conversos acusados de
judaizar y con el penoso colofón de la expulsión
de los judíos.
Eso
ocurriría, como es tan sabido, en el año 1492,
precisamente el mismo año en el que Cristóbal
Colón, gracias al apoyo de Isabel, dio el gran salto
en el océano, logrando la magna aventura del descubrimiento
de América.
Y
de esa forma, aquel año que había empezado jubilosamente
con la toma de Granada, pero que parecía convertirse
en un annun horribilis, con la expulsión de los judíos,
acabó siendo, en verdad, el annus mirabilis, gracias
a la gran hazaña colombina, en la que tanta parte había
tenido la reina Isabel.
Asombroso
resultado. Y todo ello incubado en aquella firme escalada al
poder de aquella joven infanta, casi una niña, que a
los 17 años se empeñó en convertirse en
la reina propietaria de Castilla.
Podrían
cronistas e historiadores poner en duda sus derechos a reinar,
sus derechos a dejar de ser una mera infanta, sin otra proyección
en el quehacer político. Pero ella demostraría,
de forma harto elocuente, que sí que había nacido
para reinar.
Para
reinar y para hacer grandes cosas en su reinado.
De
ese modo, Isabel se convertiría en uno de los personajes
más importantes, si no el primero, de la Historia de
España.
(1)
Fernando del Pulgar: Claros varones de Castilla,
Ed. Crítica de J. Domínguez Bordona. Clásicos
Castellanos (Espasa-Calpe), 1954, pág. 149.
(2) Diego de Valera: Crónica
de los Reyes Católicos, Ed. Crítica de Juan
de Mata Carriazo. 1927, pág. 47.
(3)
Cit. por J.V.L. Brans: Isabel la Católica y el
arte hispano-flamenco, (Ed. Cultura Hispánica,
1952, pág. 80.
(4)
Ibídem, pág. 89.
(55,
6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13) Ver mi estudio: Isabel la Católica.
Espasa-Forum, 2004 (4ª ed.)
Manuel
Fernández Álvarez es escritor, historiador y miembro
de la Real Academia de la Historia. Su último libro publicado
es Isabel la Católica (Ed. Espasa-Forum,
2004).
100
años de su muerte
Isabel
II, la cantante maltratada
Fue
descalificada y considerada responsable de todos los males que
ocurrieron en España durante su reinado. Sin embargo,
la mayoría de estas desgracias tiene su origen en un
matrimonio desdichado. Isabel se casó a los 16 años
y en contra de sus deseos con un hombre con quien no tenía
nada en común.
María
Teresa Álvarez
El
9 de abril de 1904 moría en París doña
Isabel II. Con mayor o menor despliegue informativo toda la
prensa española se hizo eco de la noticia. Entre las
crónicas, comentarios y perfiles póstumos de la
soberana, destacan dos textos. Benito Pérez Galdós
escribía: Fue generosa, hizo todo el bien que
pudo en la concesión de mercedes y beneficios materiales,
se reveló por un altruismo desenfrenado, y llevaba en
el fondo de su espíritu un germen de compasión
impulsiva en cierto modo relacionado con la idea socialista,
porque de él procedía su afán de repartir
todos los bienes de que podía disponer y de acudir a
donde quiera que una necesidad grande o pequeña la llamaba.
Era una gran revolucionaria inconsciente que hubiera repartido
los tesoros del mundo si en su mano los tuviera.
El
periodista Luis Bonafoux, el mismo que acusó a Clarín
de plagiario por La Regenta, corresponsal entonces de El Heraldo
en la capital francesa, calificaba de error profundo atribuir
a la reina Victoria I de Inglaterra las glorias de su reinado
y a Isabel II las desdichas del suyo. Bonafoux pensaba que lo
que había separado y distinguido los destinos de las
dos reinas fue primeramente el acierto del matrimonio de Victoria
I y el error inmenso del matrimonio de Isabel II.
Dos
enfoques sobre la personalidad de la reina Isabel un tanto sorprendentes,
cuando lo habitual siempre fue descalificarla y considerarla
responsable de todos los males ocurridos en España durante
los 25 años de su reinado. Ni Pérez Galdós
ni Bonafoux son en absoluto sospechosos por sus inclinaciones
monárquicas. Los dos conocieron a Isabel II y los dos
vivieron los avatares de aquel tiempo. Sus opiniones nos invitan
a profundizar en ellas.
Bonafoux
habla del error del casamiento de la reina. Nadie duda hoy que
en el matrimonio de Isabel II con su primo Francisco de Asís
estuvo el origen de la mayoría de los males que aquejaron
el reinado. Qué distinta habría sido la vida de
la reina si la hubieran casado con Enrique el hermano de Francisco
o con cualquiera de los otros candidatos. Pero Francisco era
el que menos rechazo producía en las distintas cortes
europeas y el preferido del rey de Francia, Luis Felipe, que
al no poder casar a su hijo, el duque de Montpensier, con Isabel,
se inclinaba por el candidato que menos aseguraba la maternidad
de la soberana. El monarca francés propuso entonces a
la madre de la reina el matrimonio de su otra hija, la infanta
Luisa Fernanda, con Montpensier pero exigió que el mismo
día y a la misma hora se celebrase el matrimonio de la
reina Isabel con Francisco de Asís.
Isabel
no quería casarse con su primo. Amenazó con meterse
en el convento, con renunciar al trono. Al final la convencieron
entre todos aunque se cuenta que en la misma ceremonia su madre
hubo de pellizcarla para arrancarle el sí quiero.
El
mismo día que cumplía 16 años, el 10 de
octubre de 1846, Isabel II se casó con la persona menos
adecuada. Era una joven que estaba deseando vivir y ser feliz.
El futuro al lado de Francisco de Asís no podía
depararle más que frustraciones.
El
matrimonio no sólo determinó la vida personal
de la reina sino su vida política.
Con
el rey consorte llegaron a la corte personas como sor Patrocinio
o el padre Fulgencio que tanto habrían de influir y
de forma negativa en las decisiones reales.
La
amistad con estos personajes no ayudó a doña Isabel,
más bien todo lo contrario. En este punto conviene hacer
una matización: no se debe incluir en el mismo grupo
al padre Claret, que nada tenía que ver ni con el padre
Fulgencio ni con sor Patrocinio. Incluso podemos afirmar que
el confesor de la reina no gozaba de la simpatía de la
llamada monja de las llagas, que insistentemente intentó
convencer a doña Isabel para que no eligiera a Antonio
María Claret como confesor. Pero doña Isabel lo
tenía muy claro y siempre decía: El confesor
y el médico han de ser a gusto del paciente.
Las
supuestas previsiones del monarca francés empezaron a
cumplirse. Doña Isabel tardó en quedarse embarazada
y sus dos primeros hijos murieron, uno al nacer y el otro a
las pocas horas. Mientras, su hermana y Montpensier ya tenían
descendencia. Cuando en ?85? nace la infanta Isabel, que pasaría
a la Historia como la Chata, se desatan las especulaciones y
comentarios. La mayoría atribuye la paternidad de la
niña a uno de los supuestos amantes de la reina, Ruiz
de Arana. Esto irá sucediendo cada vez que doña
Isabel tenga un hijo que logre sobrevivir; se adjudicarán
las paternidades.
Que
doña Isabel tuvo amantes es algo que nadie duda, pero
también es necesario recordar que en su desgraciado matrimonio
estuvo, probablemente, la causa de su comportamiento. Pensemos
por un momento: ¿qué hubiese sucedido y cuál
habría sido el comportamiento de la corte si el titular
de la Corona fuera un hombre y la mujer con quien le casan no
puede tener hijos? ¿Se habrían buscado soluciones?
Isabel no contó con la ayuda de nadie. Todo lo contrario.
Ella sola tuvo que encontrar los remedios para asegurarse el
trono. En este sentido nunca existió mayor seguridad
sobre la legitimidad de los herederos a la Corona que con los
hijos de doña Isabel II. Eran sus hijos, eso nadie podía
dudarlo y ella la titular de la Corona.
Sin
ser guapa, Isabel era una mujer de rostro y aspecto agraciado.
De porte verdaderamente regio. Dicen que no se la podía
mirar sin sentir la poderosa sugestión de sus ojos. La
reina era muy aficionada a la música, poseía una
espléndida y educada voz de soprano con la que pudo haberse
ganado la vida como cantante. También tocaba bastante
bien el piano. La música será una de sus mayores
aficiones. Y las veladas musicales, una constante en su vida.
Cuentan
que la reina cantaba en los salones de palacio, en casas de
confianza, y alguna vez en camerinos de teatro. No era una gran
lectora y entre sus lecturas preferidas figuraban Las aventuras
de Rocambole, de Ponson du Terrail. Isabel frecuentemente se
mezclaba con la gente del pueblo y era muy habitual verla pasear
sola llevando las riendas de un tílburi entre el público.
Le gustaba asistir disfrazada a los bailes de máscaras.
Bailaba muy bien y nunca se cansaba. Todo lo contrario que su
esposo, Francisco de Asís no bailaba. Eran dos personas
muy diferentes y no tenían nada en común.
Al
mirar las distintas fotografías de la reina y observar
la expresión de sus ojos resulta difícil entender
la afirmación de Sánchez Albornoz cuando decía:
Isabel II nunca fue mayor de edad, aunque murió
abuela. Cuesta entenderla porque los ojos de la reina
no son los de una inconsciente ni los de una niña, sino
los de una persona que ha sufrido y que no ha sido feliz. Tal
vez doña Isabel se resintió siempre de una infancia
bastante complicada.
Infancia.
Huérfana de padre a los tres años. Doña
Isabel fue una niña sola que nunca gozó del cariño
de unos padres. Se dijo que su madre nunca la quiso. Sorprende
esa falta de amor y hay quien trató de explicarla apuntando
a lo traumática que pudo haber sido su concepción.
Se decía que la presencia de Fernando VII en la intimidad
de la alcoba resultaba enormemente desagradable.
Educada
por extraños, la mayoría de las veces poco recomendables,
Isabel creció en un ambiente totalmente inapropiado para
una jovencita. Hubo algunas personas que sí pudieron
haber influido positivamente en ella, aunque en honor a la verdad
hemos de decir que tanto la marquesa de Santa Cruz como la condesa
de Espoz y Mina o la marquesa de Bélgica, que estuvieron
cerca de la soberana como camareras mayores y ayas, presionadas
por los intereses de los gobiernos de turno, según el
matiz político de cada ejecutivo, no fueron libres para
ejercer su trabajo, lo que las llevaba a tener una presencia
itinerante al lado de la reina.
Uno
de sus preceptores y su primer presidente de Gobierno, Salustiano
Olózaga fue un deplorable ejemplo para la joven soberana.
Independientemente de que hubieran mantenido relaciones íntimas,
extremo que nadie puede asegurar, sí podemos afirmar
que al día siguiente de proclamarla reina, Olózaga
le pidió que firmara la disolución de las Cortes.
No era aquél un buen ejemplo, pero era su preceptor quien
se lo pedía.
Se
ha dicho que doña Isabel fue la causante de los fracasos
de las revoluciones liberales. La que puso trabas al Gobierno
de los progresistas, la que impidió la consolidación
del estado liberal. Pero no todos los historiadores están
de acuerdo. Según declaraciones de Carlos Dardé,
en el reinado de Isabel II hubo tres grandes proyectos políticos:
los representados por el partido progresista, el partido moderado
y la Unión Liberal. Isabel II no fue responsable del
fracaso de estos proyectos que sucumbieron por la lucha interna
de los propios partidos.
¿Fue
también la reina la causante de la presencia del estamento
militar en el Gobierno o más bien fue debido a la falta
de consistencia de los propios partidos? En opinión de
Vicente Palacio, fue la burguesía liberal española
quien se lanzó al asalto del poder y al encontrarse sin
fuerzas para sostenerse frente a la mayoría no liberal
del país, decidió pedir al Ejército su
apoyo. Según Palacio, lo que hizo el Ejército
fue sustituir aquella débil burguesía y asumir
la dirección política de España hasta 1868.
En
cuanto a la generosidad de la reina a la que alude Galdós,
se puede afirmar que doña Isabel poseía un corazón
compasivo y bondadoso. Un corazón que no se quedaba indiferente
ante el dolor ajeno. La reina era incapaz de odiar e incluso
llegó a disculpar a sus enemigos. Conocía el valor
del perdón y no dudaba en aplicarlo ni tampoco en solicitarlo
cuando se equivocaba, aunque es posible que ninguna de estas
virtudes fueran muy apropiadas y convenientes para un gobernante.
Su
generosidad la demuestra cuando en ?865 dona al Estado español
todos los cuadros, heredados de sus antepasados, y que hoy integran
los fondos más importantes del Museo de El Prado. O cuando
después de cruzar la frontera hacia el exilio tiene que
vender sus joyas para hacer frente a los gastos estipulados
en la separación que su esposo le exigió. Francisco
de Asís no quería seguir viviendo a su lado, y
le reclamó una pensión que, sin duda, legalmente
le correspondía.
Discriminada.
Es verdad que doña Isabel no fue una buena reina, pero
no contó con ninguna ayuda para serlo. Y lo que ciertamente
resulta evidente es que por ser mujer recibió un trato
discriminatorio de la Historia, porque es muy injusto que a
la hora de evaluar su reinado se diga que fue malo porque la
titular de la Corona tuvo supuestamente muchos amantes. Es injusto
y discriminatorio, ya que a la hora de enjuiciar cualquier otro
reinado no se aplica el mismo criterio.
Y
no se aplica debido a que las normas por las que debían
regirse los comportamientos masculinos y femeninos eran distintos.
Por ello se puede afirmar que si Isabel no siempre se comportó
como una mujer honesta, siempre lo hizo como un hombre honrado.
Además, no debemos olvidar que Isabel fue la primera
en reinar en España de acuerdo con una Constitución.
El
embajador de España en París en 1904, año
en que falleció doña Isabel, solía decir
que después de haber escuchado a la reina, muchas veces
sintió deseos de no volver a leer la Historia. León
y Castillo decía también que la figura de doña
Isabel crecería en la Historia porque hasta entonces
no había sido juzgada más que por las pasiones
de su tiempo.
Recientemente,
Gonzalo Anes, presidente de la Real Academia de la Historia,
ha dicho que Isabel II ha sido maltratada por la Historia y
de forma especial por los novelistas. Unas opiniones muy dignas
de tenerse en cuenta para juzgar la figura de la reina Isabel
II.
María
Teresa Álvarez es periodista y autora, entre otros, del
libro Isabel II. Melodía de un recuerdo (
Ed. Martínez Roca, 2001).
Estilismo:
Alberto Color. Maquillaje y peluquería: Pablo Morillas
para Talens. Fotografía de Isabel la Católica:
Mateos Atrezzo (cetro), Durán joyeros (silla y libro),
Villanueva y Laiseca joyeros (concha y cruz). Fotografía
de Isabel II: Villanueva y Laiseca (medalla de la Orden de Isabel
la Católica y medalla de la Orden de Carlos III) y Durán
(pulseras de perlas japonesas, broche de ópalos y pendientes
en perlas australianas).
Las
reinas son... Amparo Baró
A.R.
Para
una actriz que ha representado a Cervantes, Lope y Calderón,
entre otros muchos, vestir estos ropajes no es cosa nueva. De
ahí que no extrañe el porte majestuoso ni que
el cetro de mando le siente como anillo al dedo. A pesar de
ello, Amparo Baró (Barcelona, 1937) se identifica más
bien poco con Isabel la Católica: No soy una
mujer de armas tomar. Tengo carácter e intento que se
vea más fuerte de lo que es, porque así me defiendo
de mis timideces. Y menos aún con las pasiones
de Isabel II: Tampoco. No sabría muy bien cómo
definirme, la verdad. Supongo que soy como los demás
me ven, no como yo imagino que soy. Se confiesa más
juancarlista que monárquica y desde luego tiene claro
que no envidia el papel de estas grandes mujeres de la Historia.
No iban nada cómodas... y toda esa gran responsabilidad.
Es muy duro verte obligada, por nacimiento o por otra cosa,
a tener que reinar. Me parece admirable y en mi mente no cabe
pensar que hayan podido ser absolutamente felices.
Al menos, no tanto como lo ha sido ella en sus más de
40 años de profesión. Y en ello sigue, revitalizada
gracias al personaje de Sole en Siete vidas. Reconoce
que aceptó el papel por puro egoísmo, porque
todo el equipo es muy joven. A ver si se me pega algo o, por
lo menos, mi cabeza sigue estando en el mundo de ahora.
De eso hace 155 capítulos (no se ha perdido ni uno) y
muchas carcajadas de las de verdad (ninguna de lata),
culpa de los guionistas, a los que ella atribuye
el éxito de la serie. Tan popular es Sole que más
de una vez le han pedido una de sus famosas collejas en vez
de un autógrafo. ¿Y cuál de las Isabeles
se merecería más una? Ninguna. Yo con
la realeza no me atrevería, y Sole ni la miraría.