Medina
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06-03-07 - NOVELA | UN MANUSCRITO MISTERIOSO
Yo acuso a isabel de castilla
De envenenar a su hermano Alfonso, de matar a uno de sus pretendientes para casarse con Fernando de Aragón, de utilizar a los nobles... El descubrimiento de un manuscrito de Antonio Pérez, secretario de Felipe II, le sirve a ANTONIO GALA para imaginar en «El pedestal de las estatuas» cómo Reyes, Iglesia y nobleza de los siglos XV y XVI participaron en siniestras conjuras y asesinatos. «No se trata de una novela histórica, sino de una Historia novelesca», dice el escritor. Magazine adelanta un capítulo dedicado a Isabel la Católica. El Rey es Enrique IV, hermanastro de Isabel la Católica y padre de Juana la Beltraneja.
El Rey se reunió con sus consejeros en Valladolid. Le recomendaron mano dura contra quien le faltaba al respeto. El obispo López de Barrientos le animó a tomar con fuerza las armas. Me consta que le contestó: «Los que no habéis de pelear, padre obispo, ni poner las manos en las armas, sois muy pródigos de las vidas ajenas. Bien parece que no son vuestros hijos los que han de entrar en la pelea, ni os costó mucho criarlos». Esa respuesta define el carácter del Rey. Quizá porque no sabía tampoco mucho de hijos. Por eso prefirió pactar con los rebeldes. Así, el infante Alfonso se incorporó a la comitiva regia como ellos le exigieron. Isabel, con trece años, se enteraba de todo: de que querían jurar por Rey a Alfonso; de que el Rey ponía por condición que se casara con su hija, con lo cual admitía la ilegitimidad de la princesa... Pero la entrega del infante a la Liga de nobles no supuso la paz. La corte de la Reina se trasladó al alcázar de Segovia. La guerra se preparaba: los realistas en torno a Salamanca; los nobles rebeldes, a Ávila. Y aquí tuvo lugar la farsa del destronamiento, ante el infante Alfonso, que vio cómo eran sus súbditos, que, precisamente por débil y niño, lo ensalzaban. Sobre un tablado, un muñeco con atributos regios: corona, cetro, espada. Lo fueron despojando entre insultos y burlas.
(...) E Isabel, desde lejos, observándolo todo, escuchándolo todo. La Liga de los nobles lo devolvió a Arévalo, y los dos hermanos varones le hicieron a ella dones como a una princesa: Enrique le donó Casarrubios del Monte; Alfonso, Medina del Campo, uno de los más importantes burgos de Castilla. Ella podría vivir, a partir de ese instante, libremente junto a la Reina viuda o en el alcázar segoviano con la Reina vigente. En todo caso, como una infanta de Castilla. Sobre su boda, ahora que tenía un papel decisivo y lo iba a tener más, había desde tiempo atrás distintos pareceres. Pero ella, silenciosa, tenía el suyo.
Un año después Segovia y el alcázar caen en manos de la Liga nobiliaria; pero Isabel se resiste a ir con la Reina Juana, y queda libre. Se va a Arévalo, con su madre loca (...). Va a Arévalo en una galopada, porque allí está segura. Ahora el heredero es Alfonso, que tiene trece años, pero la siguiente en la sucesión es ella, que tiene dieciséis. Es el otoño y ambos se quieren y están juntos. Aunque oigan a su madre por las noches gritar el nombre de Álvaro de Luna. En el catorce cumpleaños del muchacho, Isabel le da una sorpresa: una gran fiesta, con versos de Gómez Manrique, en medio del frío de Castilla. Era el 17 de diciembre de 1467... Pero había que enfrentarse con la realidad: salir de Arévalo y afincarse en Ávila, entre los nobles, esperando los acontecimientos. A mediados de junio salen con algún aliado, Pacheco por ejemplo. Hacen un alto en Cardeñosa. Allí, tras una cena, al infante le acomete una fiebre: quizá aguas contaminadas, o una trucha quizá... Y el 5 de julio muere en brazos de su hermana (...). Otra muerte oportuna. Demasiado oportuna. Una muerte paralela a la de Carlos, príncipe de Viana, que da paso a su medio hermano Fernando, el futuro marido de Isabel. Cuánto cuesta, en ocasiones, a la Divina Providencia, si es que es ella la que trama la vida de los hombres, cumplir con sus designios. O con los de alguien. Ahora la sucesora propuesta por los nobles, por encima de la hija del Rey, es Isabel. Sea o no hija del Condestable Luna.
Enrique escribe a todas las ciudades del reino dando noticia, serena, compasiva, fraternal y dolorosa a la vez, de la muerte de su hermano «en tan tierna e inocente edad»: yo he leído esa carta y guardo copia de ella. La paz se cierne sobre el reino. Pero de ahora en adelante se ha de contar con una muchachita que se llama Isabel. Entonces, y ahora, en el matrimonio la mujer era utilizada como precio de una paz o de una alianza o de un buen dinero en moneda de cambio en todo caso. Ninguna se hacía ilusiones ni pensaba siquiera en el amor. Cuando Isabel tenía siete años, se pensó en Fernando, el hijo del Rey aragonés, antes el revoltoso infante don Juan, para confirmar una paz. La segunda propuesta fue el príncipe de Viana, también su hijo, hermanastro mayor del anterior, para que interviniera en las luchas nobiliarias a favor de Enrique; era hermano de su primera esposa, doña Blanca; pero el pretendiente murió, o mejor, le dieron muerte. La tercera propuesta, ya con catorce años, es la del Rey de Portugal, siempre buena aliada. Sin embargo, Isabel pensó, a pesar de su edad, que, si moría él antes que ella, cosa bastante lógica, nunca sería Reina de Portugal; lo sería la Beltraneja, que se prometía a la vez al príncipe Juan, heredero del Rey, y que de esa manera fortalecía sus derechos al trono de Castilla. A Isabel no le gustaba, más bien le asqueaba tal idea... Luego la Corte estaba tan revuelta, que convenía frenarla con la boda con don Pedro Girón, un Grande del reino, maestre de Calatrava, hermano de Villena. Él tenía cuarenta y cinco años; Isabel, quince todavía. Y además le inspiraba repugnancia. Fue el primer paso personal que dio Isabel. Entró en contacto con alguien de la Liga, y ese alguien le dio a Girón bocado, es decir, veneno. Girón había salido ya de Almagro, con dispensas de sus votos de castidad, hacia Segovia. La infanta rezaba y lloraba para que no llegase. Y no llegó: murió en Villanueva de los Ojos. La muerte y los deseos de Isabel cumplieron bien su oficio. No fue la última vez. Había otros pretendientes. Un duque Gloucester inglés, un duque de Berry y de Guyena, hermano de Luis XI de Francia... Y otra vez el hijo del segundo matrimonio del Rey Juan de Aragón. Ése era el pretendiente que prefería ella: porque tenía «su edad, su lengua, su nivel palaciego». Y no era un Rey caduco que la arrastrara fuera de Castilla (...).
Dios escuchó el llanto de la infanta. Y el Rey pensó en Carlos de Guyena, durante la primavera y el verano de 1468. Isabel dejó creer que aceptaba ese matrimonio. ¿Cómo se quedarían en París, donde ese otoño iban a celebrar los desposorios, cuando supieran que en noviembre se había celebrado el enlace de la infanta Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, aquel niño prometido al principio, hoy ya Rey de Sicilia? Tenía un año menos que ella, pero era ya padre de dos hijos: no dejaba de ser un aliciente y una garantía.
Enrique e Isabel tenían que hablar antes. La convocatoria para ese encuentro fue fijada el día 19 de septiembre de aquel año de 1468. Isabel no tuvo tiempo de acompañar el cuerpo de su hermano hasta la cartuja de Miraflores, donde ya estaba enterrado su padre. Cosas más urgentes lo impidieron y aplazaron su luto. La reunión fue en la Venta de los Toros, los verracos ibéricos próximos al monasterio jerónimo de Guisando. El Rey quedó cerca de Cadalso de los Vidrios; la infanta, junto a Cebreros. Entre ambos, iban y venían los altos personajes de la Corte y el legado del Papa Paulo II, que había dado poderes de ratificación a Antonio Giacomo Venier, que ya, una vez aquí, se quedaría de obispo de León. Isabel llegaba autonombrada princesa heredera; Enrique necesitaba la paz a cualquier precio. Y la facción contraria lo sabía y se empeñaba a fondo. Hasta el punto de arrebatarle a su hija los derechos jurados al nacer. Del documento firmado no quedaron copias; si no, yo tendría una. La reunión transcurrió en tres actos: primero, la lectura de lo acordado; después, la tácita ruptura del juramento de doña Juana que ratificó el enviado de Roma; por fin, la jura de Isabel como heredera y, a cambio, la de Enrique como Rey. Yo pienso que un acuerdo tan complicado, en que se habían mezclado tantos intereses y tan solapadas intenciones, no se alcanza en dos meses. Todo me ha hecho pensar siempre que estaba ya previsto. Previsto por parte de muchos implicados. Previsto incluso antes de la muerte de Alfonso y contando con ella. Alfonso que, por supuesto, también fue envenenado: era más manejable una mujer que un muchacho que llegaría a ser hombre.
Dos impedimentos veía Isabel, que lo veía todo. Primero, que Villena quería recluirla en Ocaña para tenerla a su disposición. Segundo, el matrimonio con el viejo y viudo Rey portugués, el elegido por su hermano: ella aspiraba al otro. Por tanto, tenía que escaparse de Villena. Que –ella lo sabía– con sus juegos eróticos había gobernado la infancia de Enrique, y llevaba treinta años manejando los hilos de la política en Castilla. Pero Villena se lleva a la heredera a su feudo de Ocaña. Un año largo, hasta el invierno del 69, mientras el Rey va a tranquilizar la revuelta andaluza. Isabel, para huir, usa un pretexto plausible: el aniversario de la muerte repentina de su hermano.
–Es preciso organizar –dice llorando– sus honras fúnebres, en Ávila, donde yacen sus restos. En una tumba que ni siquiera he visto... Las damas que quieran acompañarme, que lo hagan. Pero mi obligación está allí.
Habla de modo convincente. Y sale de la Corte-prisión de Ocaña. Y ya no vuelve más. De Ávila pasa a Madrigal de las Altas Torres. No puede ir a Arévalo, donde su madre está, porque se halla en poder de Zúñiga, aliado de Villena. Pide socorro al arzobispo de Toledo, naturalmente, y Carrillo la escolta hasta Valladolid.
Ése es el lugar que ella ha elegido para su matrimonio con Fernando de Aragón. Y hasta para eso tuvo suerte: el padre de Fernando, Juan II también como el suyo, no la solicitó a ella. Estaba embargado de problemas y necesitaba afirmar su posición internacional: esa princesa niña castellana, hija del Rey, no le vendría mal. Envió a Pierres de Peralta, su mejor diplomático. Éste, en lugar de llegar a un acuerdo con Villena, miró a su alrededor y vio algo más efectivo: no la princesa Juana, la princesa Isabel. Y ella lo que tuvo que hacer fue muy sencillo. Escribir una carta no de amor sino de consentimiento. Su primera carta a Fernando.
La muchacha sabía lo que quería. Desde el principio. Y puso los medios necesarios para cumplirlo. Todos, cualquiera que fuese su calidad moral. Por ejemplo, hablemos de la catadura de Pierres de Peralta. También se saltó todas las convenciones. Todas las doctrinas cristianas. Estaba excomulgado porque fue quien tramó la muerte del obispo de Pamplona por serle conveniente a su señor. A pesar de lo cual, casó a su hija con un hijo natural del arzobispo de Toledo llamado Troilo Carrillo. ¿Qué importaba que, en Lérida, donde se gestionaron los actos matrimoniales de la parejita en cuestión, Fernando tuviera dos hijos, de distinto sexo, con dos damas de la localidad, y que el varón, bastante útil, llegase a ser arzobispo de Zaragoza? ¿No sorprende un poco que estemos hablando de los Reyes Católicos? Las mayores infracciones de las reglas morales, las más profundas y las más perniciosas por más visibles han sido siempre cometidas por quienes ocupan el pedestal de las estatuas: papas, obispos, emperadores, reyes. La Historia se mueve así desnuda entre velos espesos.
«El pedestal de las estatuas» (editorial Planeta), del escritor Antonio Gala, ha salido a la venta este fin de semana.
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20-05-07 - La Cruz y la Espada, ¿rencores ideológicos?
La conmemoración del Quinto Centenario reavivó, como era previsible, el empecinado odio anticatólico y antihispanista de vieja y conocida data.
Y tanto odio alimenta la injuria, ciega a la justicia y obnubila el orden de la razón, según bien lo explicara Santo Tomás en olvidada enseñanza. De resultas, la verdad queda adulterada y oculta, y se expanden con fuerza el resentimiento y la mentira. No es sólo, pues, una insuficiencia histórica o científica la que explica la cantidad de imposturas lanzadas al ruedo. Es un odium fidei alimentado en el rencor ideológico. Un desamor fatal contra todo lo que lleve el signo de la Cruz y de la Espada.
Bastaría aceptar y comprender este oculto móvil para desechar, sin más, las falacias que se propagan nuevamente aquí y allá. Pero un poder inmenso e interesado les ha dado difusión y cabida y hoy se presentan como argumentos serios de corte académico. No hay nada de eso. Y a poco que se analizan los lugares comunes más repetidos contra la acción de España en América, quedan a la vista su inconsistencia y su debilidad. Veámoslo brevemente en las tres imputaciones infaltables enrostradas por las izquierdas.
El despojo de la tierra
Se dice en primer lugar, que España se apropió de las tierras indígenas en un acto típico de rapacidad imperialista.
Llama la atención que, contraviniendo las tesis leninistas, se haga surgir al Imperialismo a fines del siglo XV. Y sorprende asimismo el celo manifestado en la defensa de la propiedad privada individual. Pero el marxismo nos tiene acostumbrados a estas contradicciones y sobre todo, a su apelación a la conciencia cristiana para obtener solidaridades. Porque, en efecto, sin la apelación a la conciencia cristiana —que entiende la propiedad privada como un derecho inherente de las criaturas, y sólo ante el cual el presunto despojo sería reprobable— ¿a qué viene tanto afán privatista y posesionista? No hay respuesta.
La verdad es que antes de la llegada de los españoles, los indios concretos y singulares no eran dueños de ninguna tierra, sino empleados gratuitos y castigados de un Estado idolatrizado y de unos caciques despóticos tenidos por divinidades supremas. Carentes de cualquier legislación que regulase sus derechos laborales, el abuso y la explotación eran la norma, y el saqueo y el despojo las prácticas habituales. Impuestos, cargas, retribuciones forzadas, exacciones virulentas y pesados tributos, fueron moneda corriente en las relaciones indígenas previas a la llegada de los españoles. El más fuerte sometía al más débil y lo atenazaba con escarmientos y represalias. Ni los más indigentes quedaban exceptuados y solían llevar como estigmas de su triste condición, mutilaciones evidentes y distintivos oprobiosos.
Una "justicia" claramente discriminatoria, distinguía entre pudientes y esclavos en desmedro de los últimos y no son éstos, datos entresacados de las crónicas hispanas, sino de las protestas del mismo Carlos Marx en sus estudios sobre "Formaciones Económicas Precapitalistas y Acumulación Originaria del Capital". Y de comentaristas insospechados de hispanofilia como Eric Hobsbawn, Roberto Oliveros Maqueo o Pierre Chaunu.
La verdad es también, que los principales dueños de la tierra que encontraron los españoles —mayas, incas y aztecas— lo eran a expensas de otros dueños a quienes habían invadido y desplazado. Y que fue ésta la razón por la que una parte considerable de tribus aborígenes —carios, tlaxaltecas, cempoaltecas, zapotecas, otomíes, cañarís, huancas, etcétera— se aliaron naturalmente con los conquistadores, procurando su protección y el consecuente resarcimiento.
Y la verdad, al fin, es que sólo a partir de la Conquista, los indios conocieron el sentido personal de la propiedad privada y la defensa jurídica de sus obligaciones y derechos. Es España la que se plantea la cuestión de los justos títulos, con autoexigencias tan sólidas que ponen en tela de juicio la misma autoridad del Monarca y del Pontífice. Es España -con ese maestro admirable del Derecho de Gentes que se llamó Francisco de Vitoria— la que funda la posesión territorial en las más altas razones de bien común y de concordia social, la que insiste una y otra vez en la protección que se le debe a los nativos en tanto súbditos, la que garantiza y promueve un reparto equitativo de precios, la que atiende sobre abusos y querellas, la que no dudó en sancionar duramente a sus mismos funcionarios descarriados, y la que distinguió entre posesión como hecho y propiedad como derecho, porque sabía que era cosa muy distinta fundar una ciudad en el desierto y hacerla propia, que entrar a saco a un granero particular. Por eso, sólo hubo repartimientos en tierras despobladas y encomiendas "en las heredades de los indios". Porque pese a tantas fábulas indoctas, la encomienda fue la gran institución para la custodia de la propiedad y de los derechos de los nativos. Bien lo ha demostrado hace ya tiempo Silvio Zavala, en un estudio exhaustivo, que no encargó ninguna "internacional reaccionaria", sino la Fundación Judía Guggenheim, con sede en Nueva York. Y bien queda probado en infinidad de documentos que sólo son desconocidos para los artífices de las leyendas negras.
Por la encomienda, el indio poseía tierras particulares y colectivas sin que pudieran arrebatárselas impunemente. Por la encomienda organizaba su propio gobierno local y regional, bajo un régimen de tributos que distinguía ingresos y condiciones, y que no llegaban al Rey —que renunciaba a ellos— sino a los Conquistadores. A quienes no les significó ningún enriquecimiento descontrolado y si en cambio, bastantes dolores de cabeza, como surgen de los testimonios de Antonio de Mendoza o de Cristóbal Alvarez de Carvajal y de innumerables jueces de audiencias. Como bien ha notado el mismo Ramón Carande en "Carlos V y sus banqueros", eran tan férrea la protección a los indios y tan grande la incertidumbre económica para los encomenderos, que América no fue una colonia de repoblación para que todos vinieran a enriquecerse fácilmente. Pues una empresa difícil y esforzada, con luces y sombras, con probos y pícaros, pero con un testimonio que hasta hoy no han podido tumbar las monsergas indigenistas: el de la gratitud de los naturales. Gratitud que quien tenga la honestidad de constatar y de seguir en sus expresiones artísticas, religiosas y culturales, no podrá dejar de reconocer objetivamente.
No es España la que despoja a los indios de sus tierras. Es España la que les inculca el derecho de propiedad, la que les restituye sus heredades asaltadas por los poderosos y sanguinarios estados tribales, la que los guarda bajo una justicia humana y divina, la que los pone en paridad de condiciones con sus propios hijos, e incluso en mejores condiciones que muchos campesinos y proletarios europeos Y esto también ha sido reconocido por historiógrafos no hispanistas. Es España, en definitiva, la que rehabilita la potestad India a sus dominios, y si se estudia el cómo y el cuándo esta potestad se debilita y vulnera, no se encontrará detrás a la conquista ni a la evangelización ni al descubrimiento, sino a las administraciones liberales y masónicas que traicionaron el sentido misional de aquella gesta gloriosa. No se encontrará a los Reyes Católicos, ni a Carlos V, ni a Felipe II. Ni a los conquistadores, ni a los encomenderos, ni a los adelantados, ni a los frailes. Sino a los enmandilados Borbones iluministas y a sus epígonos, que vienen desarraigando a América y reduciéndola a la colonia que no fue nunca en tiempos del Imperio Hispánico.
La sed de Oro
Se dice, en segundo lugar, que la llegada y la presencia hispánica no tuvo otro fin superior al fin económico; concretamente, al propósito de quedarse con los metales preciosos americanos.
Y aquí el marxismo vuelve a brindarnos otra aporía. Porque sí nosotros plantamos la existencia de móviles superiores, somos acusados de angelistas, pero si ellos ven sólo ángeles caídos adoradores de Mammon se escandalizan con rubor de querubines. Si la economía determina a la historia y la lucha de clases y de intereses es su motor interno ; si los hombres no son más que elaboraciones químicas transmutadas, puestos para el disfrute terreno, sin premios ni castigos ulteriores, ¿a qué viene esta nueva apelación a la filantropía y a la caridad entre naciones. Unicamente la conciencia cristiana puede reprobar coherentemente —y reprueba semejantes tropelías. Pero la queja no cabe en nombre del materialismo dialéctico. La admitimos con fuerza mirando el tiempo sub specie aeternitatis. Carece de sentido en el historicismo sub lumine oppresiones. Es reproche y protesta si sabemos al hombre "portador de valores eternos" u homo viator, como decían los Padres. Es fría e irreprochable lógica si no cesamos de concebirlo como homo acconomicus.
Pero aclaremos un poco mejor las cosas
Digamos ante todo que no hay razón para ocultar los propósitos económicos de la conquista española. No solo porque existieron sino porque fueron lícitos. El fin de la ganancia en una empresa en la que se ha invertido y arriesgado y trabajado incansablemente, no está reñido con la moral cristiana ni con el orden natural de las operaciones. Lo malo es, justamente, cuando apartadas del sentido cristiano, las personas y las naciones anteponen las razones finaneleras a cualquier otra, las exacerban en desmedro de los bienes honestos y proceden con métodos viles para obtener riquezas materiales. Pero éstas son, nada menos, las enseñanzas y las prevenciones continuas de la Iglesia Católica en España. Por eso se repudiaban y se amonestaban las prácticas agiotistas y usureras, el préstamo a interés, la "cría del dinero", las ganancias malhabidas. Por eso, se instaba a compensaciones y reparaciones postreras —que tuvieron lugar en infinidad de casos—; y por eso, sobre todo, se discriminaban las actividades bursátiles y financieras como sospechosas de anticatolicismo. No somos nosotros quienes lo notamos. Son los historiógrafos materialistas quienes han lanzado esta formidable y certera "acusación": ni España ni los países católicos fueron capaces de fomentar el capitalismo por sus prejuiclos antiprotestantes y antirabínicos. La ética calvinista y judaica, en cambio, habría conducido como en tantas partes, a la prosperidad y al desarrollo, si Austrias y Ausburgos hubiesen dejado de lado sus hábitos medievales y ultramontanos.
De lo que viene a resultar una nueva contradicción. España sería muy mala porque llamándose católica buscaba el oro y la plata. Pero sería después más mala por causa de su catolicismo que la inhabilitó para volverse próspera y la condujo a una decadencia irremisible.
Tal es, en síntesis, lo que vino a decirnos Hamilton —pese a sí mismo hacia 1926, con su tesis sobre "el Tesoro Americano y el florecimiento del Capitalismo". Y después de él, corroborándolo o rectificándolo parcialmente, autores como Vilar, Simiand, Braudel, Nef, Hobsbawn, Mouesnier o el citado Carande. El oro y la plata salidos de América (nunca se dice que en pago a mercancías, productos y estructuras que llegaban de la Península) no sirvieron para enriquecer a España, sino para integrar el circuito capitalista europeo, usufructuado principalmente por Gran Bretaña.
Los fabricantes de leyendas negras, que vuelven y revuelven constantemente sobre la sed de oro como fin determinante de la Conquista, deberían explicar, también, por que España llega, permanece y se instala no solo en zonas de explotación minera, sino en territorios inhóspitos y agrestes. Porque no se abandonó rápidamente la empresa si recién en la segunda mitad del siglo XVI se descubren las minas más ricas, como las de Potosí, Zacatecas o Guanajuato. Por qué la condición de los indígenas americanos era notablemente superior a la del proletariado europeo esclavizado por el capitalismo, como lo han reconocido observadores nada hispanistas como Humboldt o Dobb, o Chaunu, o el mercader inglés Nehry Hawks, condenado al destierro por la Inquisición en 1751 y reacio por cierto a las loas españolistas. Por qué pudo decir Bravo Duarte que toda América fue beneficiada por la Minería, y no así la Corona Española. Por qué, en síntesis —y no vemos argumento de mayor sentido común y por ende de mayor robustez metafísica—, si sólo contaba el oro, no es únicamente un mercado negrero o una enorme plaza financiera lo que ha quedado como testimonio de la acción de España en América, sino un conglomerado de naciones ricas en Fe y en Espíritu. El efecto contiene y muestra la causa: éste es el argumento decisivo. Por eso, no escribimos estas líneas desde una Cartago sudamericana amparada en Moloch y Baal, sino desde la Ciudad nombrada de la Santísima Trinidad y Puerto de Santa María de los Buenos Aires, por las voces egregias de sus héroes fundadores.
El genocidio indígena
Se dice, finalmente, en consonancia con lo anterior, que la Conquista —caracterizada por el saqueo y el robo— produjo un genocidio aborigen, condenable en nombre de las sempiternas leyes de la humanidad que rigen los destinos de las naciones civilizadas.
Pero tales leyes, al parecer, no cuentan en dos casos a la hora de evaluar los crímenes masivos cometidos por los indlos dominantes sobre los dominados, antes de la llegada de los españoles; ni a la hora de evaluar las purgas stalinistas o las iniciativas multhussianas de las potencias liberales. De ambos casos, el primero es realmente curloso. Porque es tan inocultable la evidencia, que los mismos autores indigenistas no pueden callarla. Sólo en un día del año 1487 se sacrificaron 2.000 jóvenes inaugurando el gran templo azteca del que da cuenta el códice indio Telleriano-Remensis. 250.000 víctimas anuales es el número que trae para el siglo XV Jan Gehorsam en su articulo "Hambre divina de los aztecas". Veinte mil, en sólo dos años de construcción de la gran pirámide de Huitzilopochtli, apunta Von Hagen, incontables los tragados por las llamadas guerras floridas y el canibalismo, según cuenta Halcro Ferguson, y hasta el mismísimo Jacques Soustelle reconoce que la hecatombe demográfica era tal que si no hubiesen llegado los españoles el holocausto hubiese sido inevitable. Pero, ¿qué dicen estos constatadores inevitables de estadísticas mortuorias prehispánicas? Algo muy sencillo: se trataba de espíritus trascendentes que cumplían así con sus liturgias y ritos arcaicos. Son sacrificios de "una belleza bárbara" nos consolará Vaillant. "No debemos tratar de explicar esta actitud en términos morales", nos tranquiliza Von Hagen y el teólogo Enrique Dussel hará su lectura liberacionista y cósmica para que todos nos aggiornemos. Está claro: si matan los españoles son verdugos insaciables cebados en las Cruzadas y en la lucha contra el moro, si matan los indios, son dulces y sencillas ovejas lascasianas que expresaban la belleza bárbara de sus ritos telúricos. Si mata España es genocidio; si matan los indios se llama "amenaza de desequilibrio demográfico".
La verdad es que España no planeó ni ejecutó ningún plan genocida; el derrumbe de la población indígena —y que nadie niega— no está ligado a los enfrentamientos bélicos con los conquistadores, sino a una variedad de causas, entre las que sobresale la del contagio microbiano. La verdad es que la acusación homicidica como causal de despoblación, no resiste las investigaciones serias de autores como Nicolás Sánchez Albornoz, José Luis Moreno, Angel Rosemblat o Rolando Mellafé, que no pertenecen precisamente a escuelas hispanófilas. La verdad es que "los indios de América", dice Pierre Chaunu, "no sucumbieron bajo los golpes de las espadas de acero de Toledo, sino bajo el choque microbiano y viral",. la verdad —¡cuántas veces habrá que reiterarlo en estos tiempos!— es que se manejan cifras con una ligereza frívola, sin los análisis cualitativos básicos, ni los recaudos elementales de las disciplinas estadísticas ligadas a la historia. La verdad incluso —para decirlo todo— es que hasta las mitas, los repartimientos y las encomiendas, lejos de ser causa de despoblación, son antídotos que se aplican para evitarla. Porque aquí no estamos negando que la demografía indígena padeció circunstancialmente una baja. Estamos negando, sí, y enfáticamente, que tal merma haya sido producida por un plan genocida.
Es más si se compara con la América anglosajona, donde los pocos indios que quedan no proceden de las zonas por ellos colonizados -¿donde están los indios de Nueva Inglaterra?- sino los habitantes de los territorios comprados a España o usurpados a México.
Ni despojo de territorios, ni sed de oro, ni matanzas en masa. Un encuentro providencial de dos mundos. Encuentro en el que, al margen de todos los aspectos traumáticos que gusten recalcarse, uno de esos mundos, el Viejo, gloriosamente encarnado por la Hispanidad, tuvo el enorme mérito de traerle al otro nociones que no conocía sobre la dignidad de la criatura hecha a imagen y semejanza del Creador. Esas nociones, patrimonio de la Cristiandad difundidas por sabios eminentes, no fueron letra muerta ni objeto de violación constante.
Fueron el verdadero programa de vida, el genuino plan salvífico por el que la Hispanidad luchó en tres siglos largos de descubrimiento, evangelización y civilización abnegados.
Y si la espada, como quería Peguy, tuvo que ser muchas veces la que midió con sangre el espacio sobre el cual el arado pudiese después abrir el surco; y si la guerra justa tuvo que ser el preludio del canto de la paz, y el paso implacable de los guerreros de Cristo el doloroso medio necesario para esparcir el Agua del Bautismo, no se hacía otra cosa más que ratificar lo que anunciaba el apóstol: sin efusión de sangre no hay redención ninguna.
La Hispanidad de Isabel y de Fernando no llegó a estas tierras con el morbo del crimen y el sadismo del atropello. No se llegó para hacer víctimas, sino para ofrecernos, en medio de las peores idolatrías, a la Víctima Inmolada, que desde el trono de la Cruz reina sobre los pueblos de este lado y del otro del océano temible.
Autor ARBIL
Fuente Catholic.Net
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