Ahora bien, conviene llamar
la atención sobre el valor estimativo a la baja que
representaba esta cifra, puesto que en esa época la
impericia bibliográfica de los catalogadores tendía
a olvidar el carácter facticio de muchos códices,
de manera que los inventariaban
de acuerdo con el título del lomo, sin percatarse de
que, en más de un caso, un volumen podría contener
varios textos. Además, parece lógico suponer
que en la biblioteca regia figurasen también aquellas
obras que se le habían dedicado a otras que ostentan
el escudo regio como señal de mecenazgo, lo que conduce
a pensar que los fondos bibliográficos de que llegó
a disponer Isabel fueron relativamente superiores a la lista
reconstruida, sobre todo si tenemos en cuenta otras noticias.
Pues, por caso, en 1477, según ya mostró D.
Clemencín, la reina instaló una biblioteca en
el monasterio toledano de San Juan de los Reyes, de la que
no queda inventario y que fue destruida por un incendio durante
la invasión napoleónica.
Aunque la reina no mencionó
la biblioteca en su testamento, parte de la colección
debió legarse a la Capilla Real de Granada, donde en
1526, según cuenta el embajador veneciano Andrea Navagero,
se custodiaban diversos bienes de doña Isabel, entre
los que se refiere a libros de manera expresa. Pero, en 1591,
los ciento treinta volúmenes que poseía tal
Capilla fueron trasladados por orden de Felipe II a El Escorial,
gracias a lo cual cabe identificarlos en la actualidad.
Estas noticias que afianzan
el papel culto de la soberana y atestan el aumento de los
libros disponibles en la corte, representan una parte del
friso erudito que, a lo largo del siglo XV, se forjó
en Castilla y en que jugó un papel determinante la
creación de la magníficas bibliotecas, como
las de Villena, Alfonso de Cartagena, Santillana, Juan de
Segovia, Pedro Fernández de Velasco, los condes de
Benavente, Hernán Núñez, Gonzalo García
de Santa María y el cardenal don Pedro González
de Mendoza. Tales colecciones bibliográficas, amén
de revelar la extensión de la lectura y del afán
por el saber, ayudan con frecuencia a conocer la formación
de sus poseedores, sus recursos económicos y el imparable
proceso de secularización intelectual que se vivió
a lo largo del siglo XV.