Dentro de la alta calidad que ofrecen las seis imágenes del Crucificado que a lo largo de la Semana Santa salan a las calles de Medina, la figura de la iglesia de San Miguel, que preside en la noche del miércoles Santo el Viacrucis popular, es una prueba evidente de la importancia del arte medinense durante el siglo XVI. Simplemente con hacer el recorrido por los distintos templos que aún siguen en pie, se constata que la villa fue durante ese siglo uno de los más interesantes focos de la escultura castellana en consonancia con su gran actividad mercantil.
A la hora de afrontar su estudio, sorprende la escasa atención que hasta hace muy poco se le ha prestado; más aún si tenemos en cuenta que recibe culto en una parroquia que siempre ha sido objeto de atención para los historiadores del arte, contando incluso con algún trabajo monográfico. La consulta del archivo no ha proporcionado ningún dato sobre las circunstancias de su encargo ni tampoco el momento en que llegó a la iglesia.
Se trata de una talla de dos metros magníficamente resulta. El aspecto de la cabeza fue totalmente transformado en época posterior al eliminar el pelo original para poner una peluca. No hay en el rostro excesivo patetismo, ojos y boca quedan entreabiertos permitiendo ver la talla de la lengua y la parte posterior de la dentadura. Con excepción del paño de pureza, en ese mismo momento se hizo una nueva policromía pues coincide el tono bajo la melena con el de el resto del cuerpo. No obstante, esta decoración pictórica parece bastante fiel con la original. En el encarnado de todo el cuerpo se refleja la huella del látigo y se señala las moraduras en rodillas y tobillos de una forma similar a otros ejemplos del siglo XVI.
A pesar de estas intervenciones, es perfectamente apreciable la calidad de la talla. Los huesos y la musculatura se marcan bajo la piel con un gran realismo que también se observa en pequeños detalles, como la flexión de los dedos de la mano o las arrugas del talón al estar oprimido sobre la Cruz. El paño aparece surcado con multitud de pliegues lineales que se forman por la presión del nudo lateral.
Coinciden los escasos comentarios que hasta ahora se han publicado en adjudicar una cronología próxima a la mitad del siglo XVI, señalando Andrés Ordax su vinculación con la este la de Juan de Valmaseda. Como sucede en otros casos, este escultor trabajó en distintas ciudades como Burgos, Oviedo, León y Palencia, ciudad esta última donde reside entre 1537 y 1548.
Los más conocidos en la obra de dicho escultor es la realización de una importante serie de monumentales Crucificados a veces en solitario y otras formando parte del Calvario. Sus rasgos característicos son los mismos pliegues menudos que antes comentamos y la prolongación en los pies de la línea vertical que marcan las piernas. Ambas condiciones se cumplen en el Cristo de Medina, pero creemos que no se puede pensar en un trabajo personal ni tampoco de su taller. La importancia de los lugares a los que se destinados algunas de sus obras determinó que esta tipología fuera un modelo a imitar en un gran número de ejemplos. Por otro lado, la talla de San Miguel ofrece una anatomía bastante más corpulenta que la que emplea Valmaseda y la solución del paño de pureza es más naturalista.
Con todos estos argumentos, se puede concluir con esta escultura pudo salir de las manos de un seguidor de Valmaseda que pertenece a la siguiente generación. Su anónimo autor quizá residió en Medina del Campo o, al menos, trabajó en la zona donde aún se conserva algún ejemplo con el que puede establecerse una evidente relación. Nos referimos concretamente al Crucifijo de la Iglesia de San Miguel de la cercana localidad de Pozal de Gallinas. Aunque se trata de una obra más modesta en calidad y tamaño, ofrece un tratamiento similar en la anatomía y el paño de pureza, y, muy especialmente, una idéntica solución en la peculiar manera de resolver la barba. Gracias a esta pieza, podemos tener una idea aproximada de como era en origen la cabeza del Crucifijo de Medina.
BibliografíaUrrea Fernández y Parrado del Olmo, 1986, p.696. Urrea Fernández, 1987, p.8. Andrés Ordax, 1993.