Asientos,
bancarrotas y medios generales de la monarquía
|
Carlos V rinde visita
a los Fugger, los banqueros alemanes que financiaron la
mayor parte de sus empresas. Grabado
|
|
Se da el nombre técnico
de asientos a los préstamos concedidos al monarca español
por los banqueros y hombres de negocios, cuya amortización o
reintegro debía hacerse a corto plazo con la garantía
de los ingresos estatales, existentes o por venir. La carencia de una
banca nacional no fue la única razón que obligó
a Carlos V y a Felipe II (y a sus sucesores) a depender cada
vez más de los prestamistas privados. La dispersión de
los ingresos que había que recaudar y de los pagos que había
que realizar, nacida de la propia extensión del imperio español,
hacia inevitable el concurso de las grandes casas de negocios internacionales.
Solo sus representantes eran capaces de aportar, con la prontitud y
regularidad que exigían las guerras exteriores, los grandes anticipos
que se necesitaban, de la misma forma que solo ellos estaban en condiciones
de movilizar los ingentes ingresos de la Hacienda real, incluso antes
de ser recaudados. Pero sobre todo, resultaban imprescindibles para
transferir dinero allí donde el monarca lo necesitara.
Evidentemente, los asientos
comportaban también el riesgo para los asentistas. Los más
serios se concretarían en los decretos de suspensión de
pagos, las célebres bancarrotas de la monarquía, que Carlos
V no se atrevió a proponer y que su hijo Felipe efectuaría
en tres ocasiones (1557, 1575 y 1596). Tales operaciones (que
se repiten en 1607, 1627, 1647, 1652, 1662 y 1678) iban encaminadas
a sanear las finanzas publicas, pero en manera algo significaban que
el Estado anulara de forma unilateral sus deudas, pues ello hubiera
supuesto prescindir en lo venidero del crédito exterior que tan
imperiosamente necesitaba. Lo que si había detrás de cada
bancarrota era un intento de revisar los asientos hechos hasta ese momento,
así como un deseo de recuperar recursos destinados a pagar las
deudas a corto plazo de la monarquía. Por tanto, a lo más
que se llegaba en cada una de las ocasiones dichas era una renegociación
de la deuda ("medio general"), maniobra para la que
la deuda flotante (esa de los asientos) se convertía en deuda
consolidada (a largo plazo) pagaderas en juros o piezas enajenables
del patrimonio real (vasallos, jurisdicciones, baldíos, rentas
reales, etc.) Sin embargo, no eran los asentistas los que más
sufrían las consecuencias de esa forma de liquidarse las cuentas,
sino sus correspondientes y acreedores, que acababan siendo pagados
con las misma clase de moneda con la que a ellos se les satisfacía.
Pero a la larga, los que mayores perjuicios experimentaban eran los
ahorradores y privados y los sufridos contribuyentes castellanos: aquéllos
en cuanto tenedores de unos títulos de deuda (juros)
que al punto se depreciaban y de los que todo el mundo trataba de desprenderse,
y estos como sujetos pacientes sobre los que acababa recayendo el peso
de la política imperial de sus soberanos. Y es que cualquier
aumento de volumen de los juros en circulación entrañaba
una extensa y/o intensificación de la fiscalidad, o sea, la creación
de nuevos impuestos y/o la subida de los ya existentes con el fin de
dar cobertura ("cabimiento") y poder situar los sucesivos
incrementos de la deuda consolidada.