De las ferias medievales
a las ferias de cambios del siglo XVI
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Dos tratantes de ganado
en las proximidades de Écija, a mediados del siglo
XVI. Detalle de un gravado en Civitates orbis terrarun,
de G. Braun y F. Hogenberg
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Aunque los orígenes
de las ferias de Medina
del Campo siguen siendo oscuros, pues no se ha encontrado
hasta la fecha del documento alguno que dé cuenta de su nacimiento,
es seguro que Medina
era, ya en el siglo XIV, un importante centro mercantil. De hecho, las
ordenanzas promulgadas por doña Leonor
de Alburquerque, viuda de don Fernando
de Antequera, el 12 de abril de 1421, consideradas por algunos
autores como el acta fundacional de las ferias
medinenses, corroboran dicha afirmación ya que no
hacían otra cosa (a parte de regular distintas cuestiones
de -policía- ferial) que reglamentar el alojamiento de los
mercaderes. Cabe presumir, por tanto, que las ferias,
al menos en lo tocante en la contratación de mercancías,
se hallaban plenamente asentadas en esas fechas, y lo que es más
importante, terminaría por conferirles su personalidad futura,
que poco a poco fueron tornándose en la ocasión para efectuar
los pagos y ajustar las liquidaciones de tráfico comercial (como
era corrientes en otras juntas de estas características y ámbito
de influencia), sino también nacional e internacional, categoría
que por lo que se refiere a esta última vertiente les fue dispensada
por la corona entre 1495 y 1505, al igual que a la feria de agosto de
Rioseco y a la de Cuaresma de Villalón, convirtiéndose
así en un centro de compensación del comercio exterior.
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Los cambistas, inicialmente
dedicados al canje de monedas, se convirtieron pronto en
verdaderos banqueros. Taula de canvi valenciana del siglo
XVI. Museo de la Ciutat. Valencia
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Es decir, Medina
del Campo cumplió, desde tiempos relativamente tempranos,
la función para la que estaba mejor preparada y dispuestas dentro
del sistema urbano del que formaba parte, y más aún después
de que la vecina Valladolid
se convirtiera en sede de la Chancillería y sus dos ferias anuales
se eclipsaron progresivamente: la función comercial, o sea, la
de ser punto de confluencia de mercaderes y tratantes que acudían
allí a comprar y vender y que poco a poco fueron constituyendo
feria utilizando para ello determinadas fechas del año -los
meses de mayo y octubre- coincidentes con momentos clave del ciclo
agrícola, tan determinante de las actividades económicas
en general. Tales reuniones, que al principio tuvieron un carácter
comarcal o, a lo sumo, regional, pronto -desde mediados del siglo
XV- devendrían nacionales como resultado no solo de la intensificación
de los intercambios interiores sino también del aumento de las
relaciones mercantiles con los países de la fachada atlántica,
tráfico éste precisado en no menor medida de unos centros
geográficos concretos en donde efectuar las contrataciones y
de unas fechas fijas en que poder ajustar las liquidaciones posteriores,
las cuales habían de corresponderse en el calendario con las
de celebración de otras ferias europeas, acoplamiento que al
dar comienzo el siglo XVI era ya una realidad. Con el tiempo, importa
recalcarlo, esta segunda faceta terminó prevaleciendo sobre la
primera.