La preocupación
de la iglesia católica por los gitanos resulto relativamente
tardía, básicamente del siglo XVII. Le preocupaba
su descontrol, su nomadismo, si estaban bautizados o no, y si cumplían
los preceptos de la religión. Los curas párrocos recibían
instrucciones para que se ocuparan de ellos, tarea difícil
tratándose de un pueblo tan reacio a la sedentarización.
En el siglo XVII
los concilios de Toledo y Cuenca se ocuparon de los gitanos, y de
nuevo lo hizo, ya en el XVIII, el concilio del Priorato de Uclés.
Por otra parte, los
gitanos se beneficiaron de la protección de la Iglesia de
una forma imprevista, por medio del derecho de asilo, al cual se
acogían cuando cometían algunas fechorías.
En el siglo XVII, sin embargo, comenzó una campaña
para excluir de ese derecho a los gitanos cosa que se consiguió
a mediados del siglo XVIII, cuando se estipuló que, en caso
de ser cogidos en las iglesias, los gitanos fueron enviados a presidios
y galeras para que cumpliesen sus condenas.