La muerte del príncipe
Alfonso, el llamado
Alfonso de Ávila, rey de Castilla, ocurrió el
5 de julio de 1468 en Cardeñosa (Ávila). Aquella
misma noche su cadáver fue llevado por los criados
del obispo de Coria al Monasterio de San Francisco, extramuros
de la ciudad de Arévalo, en el que fue enterrado. El
día 6 el arzobispo Carrillo y Juan Pacheco, maestro
de Santiago, con gran cortejo de caballeros, llevaron a la
princesa Isabel, que contaba 16 años de edad, a la
ciudad de Ávila, al amparo de sus muros, y protegida
por el alcázar real, como la habían sido otros
príncipes y reyes niños en la historia de la
ciudad del Adaja.
En aquellos momentos críticos,
a pesar de las peticiones de los más exaltados partidarios
del bando alfonsino, la princesa Isabel no se proclamó
reina, posiblemente, porque esperaba conocer la reacción
de las ciudades y villas que habían apoyado a Alfonso
y a las que se había anunciado su muerte y pedido el
envío de procuradores a Ávila para tratar el
tema de la sucesión. La princesa Isabel, probablemente,
ya había madurado los principios que orientarían
su actuación posterior: el respeto a la legitimidad
de Juana -ilegitimidad que se basaba en considerar la nulidad
de matrimonio de Enrique IV
con la reina Juana de Portugal, en el mismo sentido que figurará
en la Concordia de
los Toros de Guisaldo-.
La actitud de Isabel fue de
extremada prudencia ya que, aunque fue proclamada reina en
Sevilla, no todas las villas y ciudades apoyaron su coronación;
incluso Burgos se proclamó fiel al rey, lo mismo que
el arzobispo de Sevilla y los condes de Plasencia, Benavente
y Miranda, que juraron obediencia a Enrique IV. Se estaba
debilitando el partido favorable a Isabel, aunque solo fue
por el desconcierto que producía el tema sucesorio;
al mismo tiempo, se fortalecía la posición del
rey al que también apoyaba la Junta de la Hermandad.