Naturalmente, los jóvenes
príncipes, buscaban precisamente lo que casi todos
los poderosos trataban de evitar. Se casaron al año
siguiente en una situación rocambolesca:
la novia huyendo del Rey, su hermano y el novio llegando al
lugar secreto del matrimonio disfrazado de labriego.
La sorprendente madurez de
Isabel, con 18 años, sólo era superada por la
insultante precocidad de Fernando que, con uno menos, ya tenía
dos hijos bastardos. Pero además de aficionado al juego
y las mujeres, el heredero de Juan
II tenía la inteligencia y el carácter
necesarios para emprender lo que más que un matrimonio
ventajoso se presentaba como un reto personal, político
y militar de dimensiones históricas.
Que dos personalidades tan
fuertes y dos coronas tan complejas fueran
capaces de unirse, durar y fortalecerse mutuamente parecía
imposible. Pero fue. No es que España naciera de los
Reyes Católicos, pero en su reinado se decidió.
Y en esa decisión, la clave fue Castilla, o sea, Isabel.
El 8 de septiembre, Isabel
notificó a su hermano su decisión de casarse
con el Rey de Sicilia, título dado por Juan
II a su heredero antes de la boda. El 14 de octubre
lo conoció en Valladolid y firmaron el compromiso.
Cinco días después se casaron.
Tras consumar el matrimonio,
Fernando mostró en público la sábana
nupcial, no tanto o no
sólo para atestiguar la doncellez de la esposa sino
para mostrar la capacidad sexual del esposo, hecho nada menor
en el reino de "El impotente".
Pero la luna de miel fue una
vela de armas, preparando la guerra que se les venía
encima y se presentaba muy adversa. Primero fue Enrique;
luego, Juana de Portugal; siempre, los nobles; y, más
que nadie, Portugal: todos trataron de impedir que Isabel
ciñera la corona.
Diez años de guerra
padeció Castilla hasta que, finalmente, portugueses
y nobles castellanos se rindieron. En esa guerra, que fue
una contienda civil castellana pero sobre todo una durísima
guerra peninsular, no sólo maduraron políticamente
los jóvenes príncipes sino que fueron creando
una dinastía llamada a heredar la España cristiana.
Hecha la paz, Castilla participó
en las empresas bélicas de Aragón rompiendo
su alianza tradicional con Francia y renunciando a la expansión
africana, precio del pacto con Portugal. A cambio, Aragón
participó en la guerra civil castellana y, después,
en la de Granada, que duró otros 10 años.
Hoy se recuerdan el descubrimiento
de América y la conquista de Granada en 1492, que
supusieron la consagración internacional de Isabel
y Fernando. Pero ambas hazañas, amén
de la conquista del trono castellano, sólo fueron posibles
por las reformas, casi nunca originales pero sí hechas
a fondo, de la Administración, de la Iglesia, de la
corte y de la propia Monarquía. Isabel se empeño
en recuperar las tierras y bienes entregados a los nobles
y clérigos por su hermano, y poco a poco, negociando
siempre, lo consiguió. El objeto no era sólo
tener más poder sino sanear la hacienda. Sólo
así pudieron financiarse tantas y tan costosas empresas.
Durante el reinado de los
Reyes Católicos
bajaron los impuestos
aunque se acrecentaron mucho los ingresos reales. Eso, junto
a la mejora del orden público con la Santa Hermandad,
los hizo inmensamente populares en el recuerdo de sus súbditos.
Isabel era tan ahorradora, pese a su cuidadísimo aspecto
exterior, que guardaba hasta los retales de tela de los vestidos
de sus hijas. Fernando era directamente tacaño, hasta
en el juego. Bendición doble que castellanos y aragoneses
no olvidaron jamás.
Tampoco la expulsión
de los judíos, en la que ni Isabel ni Fernando habían
pensado jamás, pese a que España era el único
país importante de Europa de donde no habían
sido echados o exterminados. Francia lo hizo un siglo antes
e Inglaterra, dos. Y si en Castilla y Aragón se llegó
a ese extremo no fue por razones económicas ni políticas,
sino esencialmente religiosas, la Iglesia, mucho menos corrompida
pero más poderosa, amén de la opinión
pública, acabaron imponiéndolo como un remedio
brutal contra la herejía latente o presente en los
cristianos nuevos, que fueron decisivos en el proceso de expulsión.
Los 100.000 judíos
expulsados en la primavera-verano de 1492 no supusieron una
ruina para España. La conquista de Canarias, la incorporación
de Navarra y el Tratado de Tordesillas con Portugal para la
colonización de las Indias fueron hitos en la consolidación
del poder de los reyes. Pero lo que con ellos se había,
en sus descendientes se deshacía.
El heredero, don Juan, murió
a poco de casarse, sin descendencia. Su hija mayor, Isabel,
tan parecida a la Reina, casada con Alfonso de Portugal, quedó
viuda a los ocho meses y entró en un convento. Juana,
casada con Felipe de Habsburgo cuando Juan lo hizo con su
hermana Margarita, reveló pronto los síntomas
de locura de su abuela Juana, agravados por los malos tratos
de Felipe, uno de los mayores canallas y más desvergonzados
traidores que hayan aspirado al trono español.
Aunque Fernando se encargó
de que no lo consiguiera, las horribles peripecias de Juana
amargaron la vida de sus padres, en especial de la Reina,
que ya no se recuperó. Catalina, casada con Arturo,
príncipe de Gales, y luego con su hermano Enrique
VIII, arrastró la maldición de Enrique
IV y su tragedia vive en los teatros. La pequeña
María, escapó al cuadro trágico, pero
sin compensarlo.
Isabel, rota, murió
en Medina del Campo, el 26 de noviembre de 1504, sin conocer
a su nieto, el futuro emperador Carlos
V.
Con su confesor podía
hablar latín, porque, cautivada por los primeros frutos
del Renacimiento, lo aprendió cuando ya era Reina y
madre. Dejó un impresionante testamento, prueba de
la sinceridad de su fe y de la fuerza de su personalidad,
y fue enterrada en Granada, junto a Fernando, que murió
en 1562.
En 1810, durante la Guerra
de la Independencia, los franceses dieron prueba de su exquisitez
abriendo los féretros y aventando sus cenizas. Era
tarde, sin embargo, para borrar la huella más profunda
y duradera de la Historia de España.