Medina del Campo la
Feria de Castilla
El más trascendental
de los matrimonios de la historia de España se extinguía
entre los muros del Palacio
Real Testamentario ubicado en la Plaza
Mayor de Medina
del Campo en 1504. La reina Isabel agonizaba
rodeada de unos pocos familiares y de los cortesanos que habían
conocido el empuje de una mujer excepcional que con la ayuda de su esposo
el rey Fernando consiguió hacer olvidar los desbarajustes políticos
en que sumieron a Castilla
los gobiernos de su padre y su hermano. Su mente se poblaba del recuerdo
de los hijos ausentes, fallecidos u obligados a vagar por las cortes
extranjeras en aras de la política internacional, pero también
se agolpaba en ella el temor por el futuro de su reino. Sabía
que por capricho del destino su corona iba a pasar, tarde o temprano,
a un nieto extranjero al que ya nunca conocería, y las noticias
que llegaban de Flandes sobre las melancolías de la princesa
Juana no
auguraban nada bueno sobre el estado
mental de su heredera. Al fin y al cabo, ya conocía por experiencia
propia los desmanes de la locura, acostumbrada como estuvo a convivir
con la demencia de su madre en su retiro de Madrigal
de las Altas Torres. El futuro que se avecinaba era mucho
más preocupante, ya que la pronto enferma iba a ser reconocida
como reina y urgía prevenir los manejos de un príncipe
consorte demasiado atento a los designios de su padre, el emperador
Maximiliano. Por suerte para Castilla,
todavía quedaba el rey Fernando, el mejor estadista europeo en
estos tiempos de zozobra. A él le encomendó Isabel la
tutela del reino, en caso de que se demostrase cierta la incapacidad
de la hija y también la perseverancia en la vieja aspiración
castellana de poner un pie en el norte de África, prolongación
natural de un Estado acostumbrado a hacer de la lucha contra el islam
su seña de identidad durante más de siete siglos.
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Pastora hilando lana,
Grabado (detalle) de Civitates orbis terrarun, de G. Braun
y F. hogenberg. Biblioteca Nacional. Madrid
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Lloró el reino
y la ciudad la pérdida de su soberana, pero no se detuvo el tiempo.
Como cada año, fueron llegando
a la urbe los comerciantes castellanos, genoveses y flamencos que convirtieron
sus plazas en el centro económico de Castilla.
Medina del Campo,
Villalón, Medina de Rioseco fueron el corazón de las transacciones
internacionales de la lana,
desde la baja edad media; el lugar de encuentro de los propietarios
de los enormes rebaños de ovejas merinas que se apacentaban a
las dehesas de la Meseta, Extremadura y Andalucía, de los intercambios
del comercio lanero, de los compradores de materias primas para el norte
de Europa. En Medina
recalaban con sus prestigiosas artesanías de lujo los tratantes
europeos que cubrían el apetito de una aristocracia deseosa de
exteriorizar su riqueza. Relucía la plata de los artesanos, se
extendían sobre las mesas los terciopelos y tafetales de los
maestros belgas, abundaban los tapices
que vestirían la desnudez de las paredes de los palacios nobiliarios
y no faltaban nunca los mercaderes del arte que alhajaban las iglesias
de Castilla y
los oratorios privados con las últimas creaciones de los admirados
artistas flamencos -Metsys, Van der Weyden- tan bien representados
en la colección privada de la reina difunta.
Circulaban raudos el
ducado castellano, el dólar del siglo XVI, desde aquella hora
de 1497 en que fuera alumbrado en esta misma ciudad, y las monedas italianas,
flamencas, y francesas, por lo que creció en número de
banqueros y cambistas encargados de establecer la paridad real de las
piezas. Y cuando el trasiego de los metales acuñados no bastaba,
aquellos negociantes propiciaban el nacimiento de la letra de cambio,
los cobros y pagos diferidos, el traslado de capitales de Europa a Castilla
y de ésta a todo el orbe. Tal era la especialización de
los banqueros y tales sus contactos -la voluminosa correspondencia de
la casa de Simón
Ruiz lo confirma- que la propia monarquía eligió
Medina para sus negocios financieros durante buena parte de los primeros
decenios del imperio. Las
ferias marcaron el día de pago de los préstamos
y sus réditos, en Medina
se firmaron la mayoría de los asientos que facilitaron a Carlos
V los recursos para sus campañas militares o para recompensar
a sus espías y embajadores en cualquier confín de Europa.
Cuando en 1551-1552 Felipe II reguló las letras de cambio, prohibiendo
girar efectos de una feria a otra, y las guerras de Flandes, taponaron
los circuito comerciales, empezó para Medina
la decadencia, agravada por la tasa de los intereses y el alza de las
alcabalas.
Antes de que las recuas
laneras y el bullicio de los comerciantes llenaran las calles
de Medina,
ya había sido la ciudad meta de otro peregrinaje en 1380. Para
escándalo de los creyentes, dos papas pugnaban entonces por atraerse
a las monarquías europeas a su causa. La diplomacia del cardenal
de Aragón, Pedro de Luna, consiguió aquí convencer
a la asamblea de obispos y juristas, reunida por el monarca Juan I,
de la legitimidad del papado de Aviñón, arrastrando luego
a Navarra y Aragón. De esta forma, Castilla
halagaba a Francia, de la que se esperaba ayuda en la inminente guerra
contra Portugal e Inglaterra. Por contra, nada podía esperar
las minorías gitanas que a lo largo de la siguiente centuria
empezaban a penetrar en la Península. Si otros diferentes no
encontrarían acomodo en la sociedad hispana, a pesar de siglos
de convivencia, ¡cuanto menos estos recién llegados, que
confiaron su sustento a los caminos, la mendicidad o la hechicería¡
Vigilados por los juristas, sospechosos para la estrecha moral de los
cristianos viejos, los Reyes Católicos conminaron a los gitanos
a aposentar en las ciudades y tomar un oficio conocido con la amenaza
de la esclavitud. Desde entonces, el poder público los miró
de soslayo, vacilante entre la absorción y el castigo.